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ARTES Y LETRAS
Domingo 17 de Octubre de 2010
VISIÓN DESDE LONDRES Un paralelo entre los dos países:
Hace un siglo, uno de cada diez trabajadores de Gran Bretaña era minero. No extraña, entonces, la fascinación que despertó entre los ingleses el rescate de la mina San José. Ben Macintyre, del Times, reflexiona sobre las similitudes de la "casta minera" y sus expresiones culturales.
Ben Macintyre Times
Gran Bretaña está alucinada con la saga de los 33 mineros chilenos, encerrados a 700 metros debajo del desierto de Atacama. Es un drama humano apasionante, un sorprendente relato de resistencia y de ingenio tecnológico. Para muchos británicos, el desarrollo del relato tiene, además, ciertos matices de una particular nostalgia. Pues Gran Bretaña, al igual que Chile, tiene rastros de polvo de mina en su ADN.
Nuestra fascinación con los acontecimientos en la mina San José va más allá de un mero interés humano: refleja una intensa afinidad cultural. Mucho después que el "Rey Carbón" haya dejado de dominar nuestra economía nacional, el minero sigue acaparando nuestra imaginación colectiva de una manera mucho más poderosa que cualquier otro tipo de trabajador, una extraña amalgama entre admiración, misterio y culpa.
"Gran Bretaña se construyó sobre las espaldas de los mineros'', escribió George Orwell, describiendo al minero del carbón como "una especie de cariátide mugrienta sobre cuyos hombros se apoyan casi todas las demás cosas que no son mugrientas''. El minero desempeña un rol similar en la cultura chilena, como el símbolo intensamente masculino de la clase trabajadora de Chile: fuerte, arrogante, emprendedor y rebelde.
Pues Chile se ha construido asimismo sobre la minería: primero, de oro y plata; luego, salitre para hacer explosivos y fertilizantes, y ahora cobre, del cual es el mayor productor del mundo. Los mineros de Gran Bretaña ya son sólo 10.000, pero en una época fueron una casta particular y elevada dentro de la clase obrera, una hermandad forjada en el peligro, la humedad y la fortaleza física, que ejercía un gran atractivo romántico.
"Cómo desearía estar ahí...''
En su "Carta a Lord Byron", W.H. Auden evoca un viaje en tren durante su infancia a través de un yacimiento de carbón: "Del corredor / Lo vi pasar con envidia, pensando '¡Qué fantástico!/ Oh, cómo desearía estar ahí'./ Rieles de tranvía y escoriales, piezas de maquinarias,/ Ése era, y aún es, mi escenario ideal''.
D.H. Lawrence menospreciaba la ciudad carbonífera de su infancia, "un pueblucho feo en un paisaje feo'', pero a él también las minas le prometían "un tipo de oscuridad interior resplandeciente''. Tal vez el minero británico sea una especie en vías de extinción, pero la historia de los mineros conserva todo su potencial: "El camino a Wigan Pier" nos conduce directamente a Billy Elliot.
Antes de la I Guerra Mundial, la industria británica del carbón le dio trabajo a alrededor de un millón de hombres, una décima parte de toda la población obrera del país. Unas 3 mil minas producían la mitad del carbón de Europa. Con reglamentos en parte propios, aferrados a sus propias tradiciones, música y poesía, los mineros eran una raza aparte y trabajaban sin ser vistos. En la imaginación popular, eran fuertes y nobles, golpeando la superficie de piedra, trabajando duramente en un mundo subterráneo empapado donde el hombre no debía estar. El oficio se transmitía de padres a hijos; las hijas se casaban con hombres de la misma comunidad minera.
El peligro era un elemento más que se agregaba al arenoso glamour, y había una percepción generalizada de que, en las palabras de Orwell: "Usted y yo le debemos la comparativa decencia de nuestras vidas a las heroicas y valerosas almas subterráneas, ennegrecidas hasta los ojos, con sus gargantas llenas de polvo''.
Duros como el granito
Mucho antes del drama de la mina San José, los mineros desempeñaron un papel semejante en la psiquis de Chile, como la personificación de la hombría de la clase obrera: rebeldes, independientes y duros como el granito. Baltazar Castro, autor de cuentos cortos y político que trabajó de joven en El Teniente, la mayor mina subterránea de cobre del mundo, expresó en palabras la mentalidad machista, casi elitista de sus compañeros mineros: "Nunca miré en menos a mis compañeros que trabajaban en la superficie... pero mi aspiración era siempre la de ser transferido a la mina, sentir que era minero en todo el sentido de la palabra''.
Los mineros de El Teniente, desde el minero jefe que ponía los explosivos hasta los enmaderadores que apuntalaban las paredes del túnel, competían para desafiar al peligro. Castro celebraba "la fama del verdadero enmaderador, capaz de pisarle los talones a las explosiones mientras avanzaba hacia el interior de la montaña''. Los mineros de San José, discutiendo quién debería ser el último en ser rescatado, están siguiendo una larga y valerosa tradición minera.
Los mineros chilenos usaban una ropa distinta, se dejaban crecer elaborados bigotes y adoptaban sus propias costumbres y música. En las minas, se apoyaban unos a otros, establecían sus propias jerarquías, se cuidaban las espaldas y trabajaban juntos, burlándose al mismo tiempo de sus jefes. Sobre la superficie, se afiliaban a sindicatos, se metían en peleas y frecuentemente, iban a la huelga. El fornido minero con su perforadora sigue siendo un símbolo del orgullo de la clase trabajadora chilena.
Como lo observa el novelista chileno-norteamericano Ariel Dorfman, la conducta de los mineros atrapados nos ofrece una parábola moderna, derivada de la historia subterránea del país: "Las minas hicieron que los trabajadores se organizaran, se descubrieran unos a otros y se cuidaran unos a otros... Están abajo en las minas y nos están dando una lección a todos''.
Los mineros de Chile, al igual que sus contrapartes británicos de una época anterior, desarrollaron un sentido de identidad arraigado en la fuerza física, la capacidad de trabajar arduamente y la solidaridad colectiva. La acusación de ser un "crumiro'' es el peor insulto para un minero chileno.
Enterrada en el pasado
Así como en Gran Bretaña, la experiencia minera chilena atraviesa su literatura en vetas profundas. Todos los escolares chilenos leen "El chiflón del diablo" de Baldomero Lillo, que se publicó por primera vez en 1904. Lillo trabajó en las minas, y su relato más famoso describe cómo un monstruoso pique de la mina se devora a los mineros que han penetrado a su guarida: para muchos chilenos, hay similitudes inconfundibles con la suerte de los mineros, engullidos por las entrañas del desierto de Atacama.
El profesor Vic Allen, historiador oficial del National Union of Mineworkers (Sindicato Nacional de Mineros de Gran Bretaña), describió en una ocasión la imagen popular, si bien estereotipada, de los mineros: "Hombres duros y poco refinados, distintos y separados de los demás trabajadores, excavando en misteriosos calabozos de carbón, en cierto modo temibles... pero atractivos''.
Esa es también una descripción precisa de los mineros chilenos: hombres simples, autodisciplinados, prisioneros durante 69 días, pero abriéndose camino de un hoyo psicológico, a medida que los rescatistas excavan hacia ellos. Es eso lo que toca una fibra sensible en Gran Bretaña: el recuerdo de una antigua cultura minera que ahora yace irrevocablemente enterrada en nuestro pasado.
Baldomero Lillo y El Chiflón del Diablo
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