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REVISTA SÁBADO
sábado 30 de octubre de 2010
Un equipo de "Sábado" bajó 680 metros en una mina de Copiapó para conocer cómo es el trabajo de la pequeña y mediana minería en Chile. Historias de sacrificio, héroes, muerte, felicidad, desesperanza y abusos laborales en la siguiente crónica desde el corazón de la montaña.
POR FRANCISCO TORREALBA. FOTOS JUAN EDUARDO LÓPEZ
Mina Carola, 17 horas. El calor es sofocante a poco más de 600 metros de profundidad
Seiscientos ochenta metros de profundidad. El aire pesa, hace calor, unos 32 grados, tal vez más. Caen gotas desde el techo, el suelo está barroso, tanto que a veces se hace difícil caminar. La humedad es total. Es imposible no transpirar. Se escuchan los ruidos de las máquinas que a lo lejos perforan. Aparece un camión lleno de rocas, de esos de ruedas gigante, tan grandes que se mueve el piso. Casi no cabe en el túnel de seis metros de alto y cinco de ancho, pero su chofer lo maneja con una maestría envidiable.
Son las cuatro de la tarde, pero podrían ser las ocho, medianoche o madrugada. Da lo mismo. En el centro de la montaña siempre está oscuro, siempre hace calor, siempre está húmedo.
De una camioneta roja que dice "Rescate" con grandes letras blancas fosforescentes se baja Pedro Riveros. Camina como si estuviera en una plaza, en el living de su casa, en cualquier parte, menos a casi 700 metros bajo tierra, rodeado de explosivos, de químicos, de combustibles. Él es el jefe socorrista de la minera Carola, en Tierra Amarilla, a unos 15 minutos de Copiapó. Es el encargado de cuidar a los casi mil mineros que se ganan la vida en el yacimiento de cobre, que al igual que la mina San José, la de los 33, esconde gran parte de su mineral en profundos recovecos.
Pedro Riveros fue, además, el último rescatista en bajar por la cápsula Fénix II y el penúltimo en volver a la superficie el pasado 14 de octubre. Y fue también uno de los que el 6 de agosto, unas horas después de conocido el derrumbe, intentó bajar al corazón de la San José. Juntó a su equipo, colgado sólo de unas cuerdas, llegó hasta el cerca del nivel 300, donde pudo ver que la mina había colapsado y había que encomendarse a los sondajes.
Por todo eso, hoy Riveros es un héroe en Copiapó. Ha salido en programas de TV, en los diarios, le piden autógrafos y hasta le llegó una invitación del presidente de CNN internacional, Jim Walton, para participar del programa CNN Heroes, en honor a los 33 y los seis rescatistas. Todo eso en un par de meses.
Pero antes de dedicarse a sacar gente de las minas, Riveros fue minero. Era uno de los 800 habitantes de la localidad de El Salado, cuando con tan sólo cinco años comenzó a aprender el rigor de la pequeña y mediana minería. Tres años antes su madre había fallecido en el parto de su cuarto hermano. Y como en su casa, al igual que casi todas las de una familia dedicada a la pequeña minera, la plata escaseaba, a Pedro no le quedó otra que seguir los pasos de Raúl, su padre, quien trabajaba en la mina de hierro Carmen. Cerca de ahí había un pique, Carrizalillo, y a Pedro lo bajaban 480 metros a pura cuerda adentro de un balde. En el fondo, con su pequeña picota, le dio los primeros golpes a la roca.
Diez años después la vida lo volvió a maltratar. Su padre murió al volcarse en su camioneta. Junto a sus tres hermanas y cuatro hermanos, todos mineros, quedaron solos. A él lo crió su tía, entró a la Escuela de Minas de Copiapó, y pese a que intentó trabajar como camionero y como soldador, la mina lo sedujo para siempre.
-Cuando tengo cuatro días de permiso, al tercero ya estoy desesperado por bajar a la subterránea. Literalmente, los mineros nos morimos por una mina, dice.
Riveros llegó en marzo de 2006 a Carola con la misión de mejorar la casi inexistente seguridad del yacimiento. En enero de ese año, en sólo dos días habían muerto cuatro trabajadores. El primero fuera del socavón y los otros tres a unos 200 metros de profundidad.
Hugo Bustamante maneja un colectivo de la línea 7 de Copiapó. Tiene 56 años, y una barriga que casi no deja espacio con el volante. Mientras en la radio suena una canción de Cecilia, recuerda lo que le pasó a su hermano Lino Bustamante en la mina Carola.
Ese 20 de enero de 2006 Hugo iba a arriba de su auto cuando escuchó por la radio que había un accidente en la faena. Las informaciones hablaban de un incendió de dos camiones al interior del túnel. Como su hermano era jefe de turno y no tenía por qué estar arriba de uno de los vehículos, Hugo no se preocupó y siguió tomando pasajeros. Al rato lo llamó por teléfono su hermana y le dio la mala noticia.
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Un minero comienza a subir desde el nivel 300. Una chimenea con escaleras como ésta es lo que no tenía la mina San José
Efectivamente, Lino estaba afuera del socavón, pero al escuchar por radio del accidente ingresó corriendo por la única entrada y salida que tenía la mina. Lo hizo acompañado de un rescatista, el que al poco andar y por lo tóxico del aire, se desmayó. Lino se lo subió a la espalda y lo sacó. Volvió a entrar, bajó a uno de los choferes de la cabina mientras los camiones ardían. Alcanzó a bajar al otro, cuando el aire ardiente lo quemó por dentro y cayó fulminado. A los pocos días tuvo un funeral de héroe y un par de años después los dueños de la mina -entre ellos el empresario y ex parlamentario del Partido Radical Jonás Gómez- llegaron a un millonario acuerdo con su viuda y con la madre de su primer hijo. No hubo querellas y la mina pudo seguir funcionando pese a que no cumplía con tener una segunda salida, algo que hoy sí está en regla tal como le exige la ley.
Hugo también conoce de cerca esa obsesión que generan las minas. Lo criaron en medio de los cerros cerca de la localidad de Diego de Almagro, mientras su padre y abuelo buscaban el mineral. Más tarde, buscó hacer fortuna con una. Metió hasta el último peso que tenía en la explotación de un pequeño yacimiento en Ligas Negras. No resultó. Fueron cinco años hasta que optó por el colectivo.
-Las minas son traicioneras. Yo casi me voy a la ruina por una. Y a mi papá le pasó lo mismo, si ni para su jubilación pudo ahorrar. Los pocos pesos que tenía se los metía a la mina y el resto, como buen minero, era para ir con los amigos a la fuente de soda, dice Hugo.
La camioneta de Pedro Riveros ahora para en el nivel 145 de la mina Carola. Todo está iluminado, le llaman el "Barrio cívico". Hace menos calor que en el fondo y la ventilación hace que la humedad casi no se sienta. Hay una pequeña micro, varias camionetas y un comedor para, al menos, 50 personas. Hasta allí todos los días a la una de la tarde llegan los mineros a almorzar, rutina que se repite para los del turno de noche con su colación de las 00:30 de la madrugada. Afuera hay unas bancas. En una de ellas está sentado Manglio Vitali, minero perforista que ha dedicado 37 de sus 53 años al trabajo en el fondo de la tierra. Conversa con sus colegas, todos visten uniformes similares a los de un bombero.
Vitali mide un metro noventa y pesa más de 100 kilos. Está descansando. Entró a las ocho de la mañana y le queda un par de horas para salir. La buena noticia es que sólo le falta un día más para terminar su turno de cuatro días seguidos y descansar la misma cantidad. La mala noticia es que cuando vuelva le toca turno nochero, de ocho de la noche a ocho de la mañana. También por cuatro días.
Fue en 1997 que se aprobó la norma que permite las jornadas excepcionales, algo que con el pasar de los años se ha transformado en una verdadera pesadilla para los mineros. Cumpleaños, años nuevo, navidades, graduaciones, aniversarios quedan de lado si se está de turno. De hecho, Manglio en los tres años que lleva en Carola ha recibido dos nuevos años bajo tierra junto a sus compañeros.
Cuando está de nochero, Manglio llega a su casa cerca de las nueve de la mañana, y almuerza cerca de la una. Recién ahí, como a las dos, duerme siesta hasta las seis. Toma once y vuelve a la mina. Va a trabajar con maquinaria pesada, a 400 metros de profundidad, con sólo cuatro horas de sueño en el cuerpo.
Es la vida del minero y Vitali conoce las reglas. Es sin llorar, sin quejarse. Hoy gana cerca de 700 mil pesos al mes por operar una máquina Jumbo. Antes era más, su sueldo llegaba al millón mensual. Lo recibía como operario de la minera San Esteban, en las minas San Antonio primero y luego en la San José.
-Los jefes de la San Esteban pagaban más porque era muy peligroso. Uno sabía que entraba, pero no si salía, dice.
Pedro Riveros, en la foto a la izquierda, trabaja en Carola desde 2006.
Manglio Vitali, de barba en esta foto, tiene turnos de 12 horas diarias.
Un día estaba perforando en el nivel 190 de la San José cuando un planchón de roca se vino sobre su máquina. El equipo quedó destrozado y él, con algunos machucones en la espalda. Casi se convierte en uno de los cuarenta mineros que en promedio pierden la vida al año en Chile. Al tiempo después, en enero de 2007, cerraron la mina por la muerte de un operario. Vitali quedó cesante y con el finiquito le construyó el segundo piso a su pequeña casa de la Población Luis Uribe de Tierra Amarilla. Dos meses después entró a Carola.
Luego del del accidente de 2006, los dueños de esa mina aprendieron la lección, o al menos, así parece. Hoy los refugios son completamente herméticos. Tienen raciones de agua embasada y comida con autonomía de 48 horas, pero, si es necesario, puede alargarse una semana achicando las porciones. El refugio es como un container, con una pesada puerta de fierro a prueba de calor, y baño químico separado. Caben 20 mineros cómodamente sentados, tiene purificador de aire y climatizador. Adentro hay 20 agradables grados, afuera más de 30. Tiene luz y energía propia, además de sistemas de radio que, se supone, comunican con el resto de la mina, incluida la superficie.
Como ese refugio, hay varios más, algunos más pequeños. En el olvido está uno que es como en el que estuvieron sus 69 días los 33. Es de roca viva y quedó en desuso porque no aislaba los gases tóxicos que puede haber tras una explosión subterránea.
Unos metros más arriba, cerca del nivel 300, hay una chimenea, algo así como un túnel vertical de unos cinco metros de ancho y más de 100 de largo, dividido en unos 10 niveles, conectados a través de una escalera de fierro.
Donde hoy funciona la mina Carola, antes lo hacía la mina Agustina. Allí trabajó por 60 años Luciano Pinto, un pirquinero de Tierra Amarilla. Es delgado, con un ánimo a toda prueba pese a que tiene que trabajar hasta hoy con sus 70 años a cuesta. Los escasos 104 mil pesos que recibe de jubilación lo obligaron a olvidarse de sus tres operaciones -a los meniscos, vesícula y próstata- y a seguir en el rubro. Junto a siete socios, armó su propia minera. Arrendó un socavón y lo explota todos los días. Él es el administrador, compra los explosivos, arregla las máquinas, se preocupa que todo esté a punto para la faena. Conoce el oficio como pocos. Partió a los 12 años junto a su papá, quien tras probar suerte con el salitre, emigró a Copiapó para trabajar en la Agustina. Desde ese día don Luciano no paró más. Bajó a cuanto pique hay en la zona. Una semana, dos y hasta un mes se iba de su casa con unos cuantos tarros de atún, buscando el punto del mineral. No hizo fortuna, pero le alcanzó para educar a sus dos hijos. El hombre, por supuesto, es minero.
-No me puedo quejar. Aunque hubo momentos duros, les dimos una buena vida a mis hijos y educación. En esto no se gana mucho, pero si uno es ordenado se puede vivir. Lo malo es que los niños de ahora ganan un poco de plata y se vuelven locos, se compran caballos de carreras, camionetas cototas, botan la plata en puras leseras.
Don Luciano no deja de tener razón. Basta con darse unas vueltas por el centro de Copiapó para encontrarse con sus bares llenos de mineros. En la calle Chacabuco hay varios y en todos, los clientes más frecuentes vienen de la faena. El restaurante Don Pepe es uno de los favoritos. En una de sus mesas hay 10 "viejos" que lo copan con sus botellas de cerveza y pisco. Son casi las 12 y los mayores se comienzan a ir. Las bromas y los gritos de "mandado" y "macabeo" cruzan el local. Al rato, los que quedan comienzan a planificar la próxima estación. Uno de ellos toma el teléfono y contacta a unas prostitutas. El plan es ir los cuatro al departamento de una de ellas, que por cierto, debe hacerse acompañar por tres colegas más. Se supone que las prostitutas son colombianas, las que en los últimos años han llegado a la zona seducidas por el dinero de los mineros.
Llega la cuenta y entre todos suman más 150 mil pesos con propina. Paran un taxi y se van.
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Abiel Palta pudo haber tenido una próspera carrera futbolística. En 1979, en el Salvador, dejó la pala y la picota, y fichó en el recién fundado Cobresal. Luis Sougarret, tío del jefe del rescate, André Sougarret, era el primer presidente del club y estaba decidido a reclutar talentos de la zona. Uno de ellos era Abiel, que deslumbraba en las polvorientas canchas de Potrerillos.
Fueron tres años de amagues y gambetas, hasta que una rebelde lesión a la rodilla, en 1981, lo retiró momentáneamente de las canchas. Tras unos años dedicados a la minería, en 1986 Palta tuvo otra oportunidad, con los colores de Regional Atacama, el archirrival de Cobresal. Jugaba de contención y uno de sus últimos partidos fue por la Copa Chile. A estadio lleno, tuvo la misión de no perder de vista al volante creativo de su oponente, Franklin Lobos. Éste, aburrido de la asfixiante marca, le dejó de recuerdo un codazo en la ceja derecha, cicatriz que hoy Abiel luce casi con orgullo. Después de ese último intento, el "Paltita", como le decían en el club, colgó los botines y volvió a las minas.
Sabía bien lo que había que hacer. Su padre -que murió de silicosis- había trabajado en El Salvador hasta que la matanza obrera de 1966 los ahuyentó a Ovalle. Los negocios allá no resultaron, y volvieron a Potrerillos. Con sólo 15 años Abiel comenzó a trabajar de "capacho", como cargador humano de las rocas que sacaban de las minas. Tampoco alcanzaba, así es que probaron suerte vendiendo verduras en la feria. El éxito tampoco llegó.
En 1989, con dos hijos y otro en camino, entró a Punta del Cobre, en Tierra Amarilla. Ganaba el sueldo mínimo y efectuaba la peligrosa labor de "marino": el que entraba a la mina después de la tronadura para sacar el material suelto. Estuvo dos años hasta que lo ascendieron a "cargador de tiro", el encargado de llenar con explosivos los orificios hechos por los perforistas y luego detonarlos. Por eso gana poco más de 600 mil pesos al mes. Si fuese un trabajador subcontratado, con suerte recibiría la mitad.
Como el presupuesto siempre está justo, a la esposa de Abiel, Lila Araya, se le ocurrió instalar un cibercafé en la parte delantera de la pequeña casa familiar en la población Los Volcanes, de Copiapó. Se quedaron sin living, pero esos tres computadores ayudan a pagar los gastos que dejan tres hijos en la universidad.
-Los jóvenes creen que en esto se gana plata. En parte es verdad, pero sólo los que tienen cargos y estudios, los demás sólo ganamos para vivir y arriesgamos la vida todos los días, dice Abiel, sentado en el comedor de su casa, bajo un techo de cholguán lleno de hoyos que dejó una sorpresiva lluvia y que unas bolsas no logran tapar.
Abiel saca cálculos. Explica que gracias a que logró, junto a sus compañeros, que en su mina les calificaran el trabajo como "pesado", va poder adelantar su jubilación en unos cinco años. La ley dice que quien realice un trabajo pesado podrá, cada cinco años ejerciendo esa labor, descontar dos en edad de retiro. Son muy pocas las empresas mineras que reconocen este "beneficio". Eso le da rabia, como cuando se acuerda que murieron un par de compañeros en la mina. Fue hace unos años. A uno lo aplastó un planchón y el otro se cayó en un forado de más de 30 metros.
-Ahora que pasó lo de los 33 todos se preocupan. Antes de ayer fue el Sernageomin a fiscalizar y nosotros nos reíamos, porque les prepararon la mina. Les mostraron lo bonito. Ojalá las condiciones de trabajo fueran esas, si parecía un hotel, y yo sé que en Copiapó ninguna mina es un hotel, ninguna.
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No sería más útil tener raciones de agua envasada, en vez de "embasada"?
ResponderEliminar"...Tienen raciones de agua embasada y comida con autonomía de 48 horas..."