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jueves 7 de julio de 2011
Más de 2.500 ampliaciones, negativos y diapositivas:
Para el próximo año se planea una muestra con el material que la institución compró a la viuda del fotógrafo chileno-polaco.
Evelyn Erlij
Para el equipo del Archivo Fotográfico de la Biblioteca Nacional no fue sencillo seguir el rastro del legado de Bob Borowicz (1922-2009), uno de los grandes maestros de la fotografía en Chile. Cuenta Carla Franceschini, jefa de este organismo, que tras una larga gestión, fue finalmente Elisa Díaz, discípula de Borowicz y antigua curadora del Museo de Bellas Artes, quien la puso en contacto con Patricia Nazar, viuda del artista polaco asentado en Chile desde 1951. "Ella hizo la curatoría de la importante exposición retrospectiva que se realizó, a un año de su muerte, en la Corporación Cultural de Las Condes", explica Franceschini.
Gracias al nexo que Díaz creó entre la familia de Borowicz y el equipo de la Biblioteca Nacional, hoy una parte importante de su producción fue comprada por el Archivo Fotográfico, el cual, con esta adquisición, aumenta su acervo a unas 60 mil piezas, constituyéndose en uno de los principales del país. Respecto de la Colección Bob Borowicz, está compuesta por más de 2.500 ampliaciones sobre papel de fibra, negativos y diapositivas en color y blanco y negro, además de documentos relacionados con su vida.
"El trabajo que acabamos de adquirir recorre temáticas como la fotografía social, paisajes de Chile y de Santiago, desnudos y retratos", dice Franceschini. Se trata del 80% de las imágenes que fueron expuestas en la retrospectiva de la Corporación Cultural de Las Condes.
La relevancia de Borowicz no sólo radica en el valor de su obra, sino también en su importante papel como docente y formador de nuevos profesionales. "Fue el primer profesor de fotografía que tuvo la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Le hizo clases a Elisa Díaz, Jesús Inostroza, a muchos que hoy son fotógrafos importantes en el país. Fue un maestro con una obra espectacular", afirma Franceschini.
Sobre los planes para este legado, adelanta: "Como Archivo Fotográfico tenemos proyectado hacer una exposición anual. El próximo mes vamos a inaugurar una muestra sobre Luis Poirot, una de las adquisiciones importantes del año pasado, por lo que creo que el material de Borowicz se expondrá el próximo año".
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lunes 18 de octubre de 2010
Bob Borowicz, entre la luz y las tinieblas
Maestro de generaciones de fotógrafos, a un año de su muerte revive en una gran muestra en el Centro Cultural Las Condes.
por María Josefina Poblete
Bob Borowicz (1922-2009) no demoró en aprender la técnica de la luz, pasión interrumpida bruscamente por la Gestapo. A los 16 años, y mientras trabajaba como mecánico en un aeropuerto militar, fue obligado a cambiar su cámara por trabajos forzados en los campos de concentración de Dachau y Mauthausen.
Cinco años después salió libre, con sólo 45 kilos sosteniendo su cuerpo de casi dos metros. Era 1945, terminaba la Segunda Guerra Mundial. Sus cuatro hermanos no corrieron la misma suerte.
Luego de trabajar de locutor, periodista y diplomático, un amigo le sugirió aventurarse en Chile. Sin hablar español, Borowicz arribó en 1951 al país, donde revolucionó la escena fotográfica local.
Bob Borowicz, fotógrafo del claroscuro es la muestra antológica que presenta el Centro Cultural Las Condes, a un año de su muerte. Son más de 75 fotos, tomadas entre los años 50 y 70, que recorren el trabajo del artista y profesor de batallones de fotógrafos.
Bajo un nostálgico y prolijo uso del claroscuro, Borowicz retrató a personalidades como Jorge Délano "Coke", Malú Sierra, Eduardo Bonatti y Tatiana Alamos. Tomó imágenes de la pobreza y desnudos femeninos, género en el que fue pionero en Chile.
Antes de morir, tuvo entre sus manos una cámara digital. "¿Cómo se usa esto? ¿Por dónde miro?", le preguntó Borowicz a su discípula Elisa Díaz. La respuesta fue irrelevante, el fotógrafo jamás comulgó con las nuevas tecnologías. "Le gustaba el cuarto oscuro. Le habría cargado ver sus fotos digitalizadas", señala Díaz, fotógrafa y curadora de la muestra, que incluye 90 por ciento de copias originales impresas en papel de fibra.
En el centro del gallinero
Su destreza y cultura, sumadas a los suspiros que sacaba a las santiaguinas y a los mitos en torno a su figura, catapultaron a Borowicz a la alta sociedad. Documentó eventos sociales y se convirtió en retratista de moda.
Aunque su trabajo era comercial y cercano a la publicidad, se negó a dejar la pedagogía, una de sus grandes pasiones. Su bohemio estudio Arlequín, ubicado en la Galería Imperio de Santiago, fue sala de clases, lo mismo que el Foto Cine Club. Además, impulsó la mención en Fotografía de la carrera de Artes Visuales en la Universidad de Chile. Sus métodos eran novedosos y apostaban a hacer de la fotografía un arte.
"Ya. Vamos a tomarle fotos a mi pie", dijo a sus alumnos en una ocasión. Se sacó un zapato, el calcetín y saltó sobre el escritorio. Era la forma en que Borowicz enseñaba la profundidad de campo y otras técnicas fotográficas. Así lo recuerda Enrique Zamudio, uno de sus discípulos: "Al interior de la clase, en el gallinero mismo, era un tipo apasionado por la fotografía. Uno se daba cuenta de que vivía pensando en eso".
Otra de sus alumnas más jóvenes fue la artista Margarita Dittborn, quien tuvo clases con él en 1999. "Nos decía que debíamos ser fotógrafos-cazadores y andar siempre con la cámara colgando al pecho, como una escopeta", comenta. También tuvo en sus clases a Juan Domingo Marinello, Sonia López y Jaime Villaseca. "Debemos descubrir gran parte de su obra que permanece invisible", dice este último.
Artista de la resistencia
El paso de Borowicz por los campos de concentración en Polonia eclipsó su infancia y juventud, y raramente hablaba de esa época. Quienes lo conocieron afirman que su verdadera vida comenzó en Chile. "Aquí renació. Hacia el final de su vida, Bob merecía el Premio Nacional de Arte", dice Marinello. El artista cumplía con el primer requisito: la ciudadanía chilena.
La fotógrafa Sonia López, colaboradora de Borowicz, también se refiere a su "resurrección" en Chile: "Su arte era una especie de resistencia. Fotografiaba como agradeciendo la vida que casi perdió", dice.
Admirador del francés Henri Cartier-Bresson, Borowicz se dedicó a capturar el instante fugaz. Sólo un momento era el correcto para apretar el obturador. "El talento de un fotógrafo es saber prever cuál va a ser ese momento", dijo alguna vez. No le faltó luz para ensayar.
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REVISTA CARAS
23 Junio 2011
Boguslaw Borowicz el fotógrafo de los claroscuros
Bye Bob
Por: Alfredo López
A los 87 murió el maestro. Sobreviviente de un campo de concentración, llegó desde Polonia a Chile para retratar a la sociedad santiaguina de los ’70. Su vida es una secuencia en blanco y negro, un golpe existencial que nunca permitió el color.
Todavía no cumplía 17 años cuando la Gestapo entró violentamente a su casa en Poznan, una ciudad polaca más cerca de Berlín que de Varsovia. Nada pudo hacer, salvo resignarse a ser un prisionero de guerra, un obrero más en el mecanismo creado por Hitler para levantar la gran nación alemana.
Su nombre, Boguslaw Borowicz, quedó en el olvido y toda su posesión fue un miserable enrolamiento: el 55 45. Una cifra que con el tiempo comprendería como demasiado premonitoria en su vida. Después de cinco años de trabajos forzados, vio cómo las tropas americanas lo liberaban de ese campo de concentración austríaco un 5 de mayo de 1945, una fecha que abreviada coincidía con ese número que el Tercer Reich le había conferido como si fuera una cabeza de ganado.
Una vez que recuperó la libertad, con desproporcionados 45 kilos en su metro 92 cm. de estatura, retomó el camino a casa y pensó que podría trabajar, para olvidar el horror de la guerra, en la fábrica de sombreros de su padre. Pero ya nada existía. El ejército alemán había confiscado todo, su progenitor estaba grave y su madre sobrevivía confinada en un sucio departamento de refugiados. Lo peor: sus tres hermanos menores no habían logrado resistir la dureza de los campos de concentración. Después supo que entre inanición y fusilamientos se había quedado prácticamente solo.
“Tenía una voz maravillosa. No fue raro que rápidamente encontrara trabajo como locutor de radio”, cuenta su última mujer, Patricia Nazal. Lo cierto es que su candidez, más su tono amable y pausado, le permitió desempeñarse como periodista y luego como entrevistador de personajes que trabajaban para la recuperación de una Polonia demasiado castigada. Muy pronto se convertiría en agregado de prensa en Frankfurt y, curiosamente, en un hombre muy respetado en Alemania.
Todo ese éxito repentino, sin embargo, no le interesaba. Sólo quería irse lejos, al lugar más inhóspito del mundo y donde ojalá nada le recordara su trágica juventud. Todos sus contactos, incluidos los de la CIA, le sirvieron para tomar un vapor que lo condujo primero a Buenos Aires y, desde allí, cruzó la cordillera rumbo a Santiago. Pocos saben que, a esas alturas, ya tenía una mujer e hijos en Polonia. Pero sin aviso, un día les dijo que iba a una conferencia en Alemania y nunca más volvió. “Fue un acto frío, pero que de alguna manera marcó la absoluta liberación de un pasado trágico que no logró superar”, cuenta hoy uno de sus amigos más cercanos.
LLEGÓ A NUESTRO CHILE EN AGOSTO DE 1951. Sin saber castellano, comenzó a trabajar como fotógrafo al alero del Instituto Chileno Norteamericano de Cultura y abrió un taller fotográfico en la Galería Imperio llamado Arlequín. Con su porte imponente y sus ojos transparentes, llamaba la atención. “Era galán, de buenos modales y siempre decía que a una mujer no se le podía decir jamás que no”, recuerda su compañera, Patricia Nazal.
Confirmado como el retratista oficial de la sociedad santiaguina de esos años, fue uno de los precursores en defender la fotografía como una disciplina más cerca del arte que del mero registro. Y bajo sus preceptos se creó en los años setenta la carrera de Licenciatura en Fotografía en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile.
Sus desnudos le reportaron éxito internacional. Su obra Desnudo en la ventana obtuvo la medalla de Oro en el concurso del Baltimore Museum of Contemporary Art, en 1952, más otros premios en Brasil, Bélgica y Japón.
Pensaba que la fotografía debía ser en blanco y negro. sin color. como la vida suya.
“Creo que por su historia llena de tristezas prefería los claroscuros. Sostenía que, desde el punto de vista técnico, las películas reflejaban colores inventados, que no registraban la realidad”, cuenta Diego Bernales, uno de sus alumnos en la academia de Providencia y fotógrafo de CARAS.
Con su cámara Hasselblad colgando del hombro, era sencillo y rápido. Llevaba el oficio en la sangre y pensaba que una fotografía era un simple click que permitía atrapar una porción de realidad que nunca más se repetiría. Todo lo comentaba de una manera amigable, sin mayores pretensiones ni aires de maestro.
“Nunca discutía. Creo que sus comentarios siempre eran bastante claros y concisos. Me impresionaba su manera tan sencilla de ver las cosas, seguramente había visto tanta calamidades que nunca tenía una actitud ofensiva”, comenta su amigo de siempre, Raúl Alvarez.
Lincoyán Parada, otro de sus inseparables, agrega: “Aprendí mucho de Bob. Gracias a él le perdí el miedo a las gitanas. Me enseñó técnicas para acercarme fotográficamente a ellas, y así a todo el mundo”. Eduardo Labbé alaba su capacidad de gran formador y Angelo Cánepa destaca su ejemplo para muchas generaciones. “Es que su generosidad no tenía límites. Uno le preguntaba sobre cualquier cosa y él respondía sin mezquindades”, agrega Teodoro Schmidt. En los recuerdos todos coinciden en que era un gremialista de tomo y lomo, un quijote de su oficio.
Nunca se abanderizó con ningún partido. No le gustaba el comunismo y detestaba todos los regímenes absolutos. “Nunca se enamoró”, concluye Patricia, su última compañera. “Es duro que lo diga yo, pero creo que en su vida hubo tanto dolor que eso le parecía un sueño imposible. En los últimos momentos de su vida, le hablé en polaco y así se fue: hablando la lengua de su tierra”.
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