BLOGS DE EL MERCURIO
Reportaje
Sábado 20 de Septiembre de 2008
Texto, Mireya Díaz Soto Producción, Paula Fernández T.
Fotografías, José Luis Rissetti y Sebastián Sepúlveda V.
FOTOS: El mundo construido por Neruda
El 23 de septiembre se cumplirán 35 años de la muerte de Pablo Neruda. Un recorrido por las casas de Isla Negra, La Chascona y La Sebastiana, resulta un viaje a un mundo loco, lleno de expresión, mágico y sorprendente. Isla Negra. (17/09/2008) Publicación: D. Vega N.
Pablo Neruda –Nobel chileno que además de poeta fue navegante en tierra, diplomático, barman, político, anfitrión y constructor, nacido en Parral en 1904 y muerto en Santiago hace 35 años– se casó tres veces, tuvo una hija y cuatro casas en las que se rodeó de decenas de miles de objetos comunes y curiosos con los que creó universos cotidianos tan ricos como su mundialmente célebre poesía.
Ese sería el vistazo general que todo el mundo ha escuchado más de una vez. Pero un recorrido algo más exhaustivo por las tres últimas casas del poeta –Isla Negra, La Chascona y La Sebastiana– agregaría una buena suma de detalles que hablan incluso más que todos esos espacios que hasta hoy se conservan tal cual él los construyó y ambientó. Partiendo por el modo en cómo los imaginó, les dio intimidad y los convirtió en escenografías de una historia al menos peculiar.
En Madrid, en los incipientes años 30, vinculado a la Generación del 27 y casado con su primera mujer, la holandesa Antonieta Hagenaar, Neruda desplegó dotes de interiorista. Vivió en el edificio Casa de las Flores, en un departamento que remodeló a su pinta y en el que acomodó una colección de máscaras traídas de Oriente, donde fue cónsul. Más todos los libros que comenzaba a reunir y que tiempo después donó a la Universidad de Chile.
Pablo Neruda empezó a demostrar así que la sensibilidad que derramó en sus versos también le sirvió para concebir atmósferas que carecieron de la lógica convencional de una residencia. Más bien dominó la lógica de su poética y la pasión que sentía por las cosas. La arquitectura de sus casas fue hecha en base a objetivos puntuales: para un proyecto de escritura, como en el caso de Isla Negra y el Canto General; para formar un nidito de amor con Matilde Urrutia en el barrio Bellavista, como fue La Chascona; o para un descanso de Santiago, como fue La Sebastiana, en Valparaíso. Y se ampliaron principalmente para albergar colecciones o para dar soportes a más de una puerta o ventana que llegó a sus manos. Pero siempre por partes, dando como resultado conjuntos fragmentados pero armónicos.
El arquitecto catalán Germán Rodríguez Arias, amigo de Neruda de la época en que éste fletó el Winnipeg para traer a Chile refugiados españoles, tuvo mucho que ver en esta historia. En 1943 Rodríguez Arias realizó obras en Michoacán, la casa de calle Lynch, en La Reina, donde Neruda vivía con su segunda mujer, la artista argentina Delia del Carril. Pero en paralelo ya había iniciado los trabajos de ampliación del refugio en la playa que Neruda había comprado el 39.
“Comencé a trabajar en mi Canto General. Para esto necesitaba un sitio de trabajo. Encontré una casa de piedra frente al océano, en un lugar desconocido para todo el mundo, llamado Isla Negra”, escribió Neruda en Confieso que he vivido. La casa tenía 70 m2, en un terreno de cinco mil, con la espectacular vista al mar que la caracteriza. De esa primera extensión nació el torreón donde están la entrada, abajo, y el primer dormitorio principal, arriba; el comedor y la cocina. Hoy día la construcción alcanza los 500 m2 gracias a posteriores ampliaciones en piedra y madera, los materiales favoritos de Neruda, que se diseñaron no con la estética naviera de la primera etapa sino imitando un vagón de tren, en recuerdo del padre de Neruda, empleado ferroviario.
Quizás el desafío para Rodríguez Arias fue desde esos años proyectar espacios para un cliente creativo, inquieto, detallista y exigente. Pero a quien debía ordenarle las ideas, asumiendo que se enfrentaba a un modo de habitar inusual. Los editores del libro “Casas para un poeta”, Pilar Calderon y Marc Folch así lo describen: “Esta dinámica, lejos de incomodar o de condicionar el trabajo de proyectar, es el impulso de una arquitectura en donde cabe todo, en donde ninguna idea, por rara o extravagante que parezca, quedará arrinconada. El arquitecto le dará medida, forma, estructura, con el mismo ánimo, si es posible, que el de su cliente”.
En Isla Negra Neruda escribió la mayor parte de su obra. Es también donde se encuentra la más grande colección de objetos, ese mundo paralelo a su legado lírico que él se resistía a definir como colección, pues se autoproclamaba un “cosista”, lo que quedó registrado en la Oda a las Cosas: “Amo las cosas, loca,/locamente./ Me gustan las tenazas,/ las tijeras,/ adoro/ las tazas,/ las argollas,/ las soperas,/ sin hablar, por supuesto,/ del sombrero.// (....) Yo voy por casas, /calles,/ ascensores,/ tocando cosas,/ divisando objetos/ que en secreto ambiciono:/ uno porque repica,/ otro porque es tan suave/ como la suavidad de una cadera,/ otro por su color de agua profunda,/ otro por su espesor de terciopelo.//”
Neruda decía que en casa tenía juguetes pequeños y grandes, “sin los cuales no podría vivir”. En Isla Negra hay inventariados más de 3 mil 500 objetos puestos para reflejar ninguna pretensión más que la de rodearse de todo aquello que le fuera posible poseer. Mascarones, botellas de las más diversas formas, llaves, diablillos de cerámica mexicanos, cuadros, tarjetas postales, revistas, recortes, cartas, barcos, brújulas, platos, copas, figuras de madera, de greda, de cerámica, fotografías, esculturas, adornos, cubiertos, insectos, relojes, estribos, guitarras en miniatura, pipas, guateros de loza, instrumentos de navegación.
Para los arquitectos Calderon y Folch, son los objetos los que permiten que esta arquitectura adquiera su máxima expresión: “Es cuando el poeta irrumpe y despliega su universo cuando las casas estallan en su propia celebración y se convierten en irrepetibles”.
Enrique Plaza, hoy de 52 años, conoció de niño al poeta porque sus abuelos trabajaron con él. Fue casi un hijo adoptivo, y reconoce incluso haberse sentido dueño del lugar en las tantas veces que Neruda estaba en Santiago o de viaje. Hoy trabaja en la casa como empleado de la Fundación Neruda, organismo responsable de la administración de las tres propiedades. Plaza recuerda detalles curiosos como la bandera azul izada al aire libre, como señal de la presencia del poeta. O que Neruda desayunaba temprano, pero se levantaba tarde y dormía largas siestas. Que el ambiente era tranquilo de lunes a viernes, porque el fin de semana el espíritu de fiesta que lo caracterizaba adquiría protagonismo y los eventos no faltaban.
Un elemento también común a todas las casas de Neruda. En los faldeos del San Cristóbal de Santiago ocurría lo mismo, pese a que esta casa, La Chascona, fue concebida precisamente como escondite. Antes de terminar su matrimonio con Delia del Carril, Pablo Neruda inició la relación con la cantante chilena, nacida en Chillán, Matilde Urrutia, la pelirroja de cabellera desordenada a quien estuvieron dedicados los románticos Versos del Capitán, escritos en Capri en una estada de la pareja durante seis meses, iniciados los 50.
En 1952 Neruda compró este terreno de fuerte pendiente en el barrio Bellavista, y nuevamente encargó los planos a su amigo Germán Rodríguez Arias, quien diseñó dos de los tres volúmenes de la construcción, unidos por escaleras que atraviesan el jardín frondoso: bar, comedor, dormitorios, estares. El tercero fue proyectado por el arquitecto chileno Carlos Martner, y alberga la biblioteca y el escritorio. Todo siempre bajo el ojo interventor de Neruda, quien hizo y deshizo planos, invirtiendo incluso las orientaciones sugeridas por los consejos expertos.
En La Chascona fue velado Neruda tras su muerte en la clínica Santa María, el 23 de septiembre de 1973. El lugar había sido allanado y las fotografías de ese día dan cuenta del desastre, remediado luego por Matilde, quien hasta su partida el año 85 trabajó sentando las bases para la conservación de todo este patrimonio.
A él se suma también la última propiedad que la pareja adquirió, en el cerro Florida de Valparaíso, La Sebastiana. Debía su nombre a su primer dueño, Sebastián Collado, quien nunca la habitó pues murió cuando aún estaba en obra gruesa. Como los cuatro pisos eran demasiados metros para Pablo y Matilde, invitaron a un matrimonio amigo, Francisco Velasco y María Martner, autora de los distintos murales de piedra que hay en las tres casas, a quedarse con los dos primeros. Luego Neruda sumó un quinto nivel, donde ubicó el escritorio. La inauguración fue el 18 de septiembre de 1961 y la invitación decía: “Siempre quisimos tener un punto nuestro en el Puerto, en donde estuviéramos rodeados por el sortilegio de Valparaíso. Por fin aquí, gracias a cada uno de Uds. y a nuestra insondable locura ha nacido hoy La Sebastiana. Los acogeremos en este primer día abriendo de par en par las puertas para Uds. y para siempre. Matilde y Pablo Neruda”.
El sentido lúdico fue un ingrediente fundamental en el método de habitar de Pablo Neruda. Habituales eran sus disfraces, los pasadizos secretos por donde sorprendía a sus invitados, su título de Capitán en la cabecera de la mesa, dirigiendo a su tripulación de comensales para quienes ordenaba preparar variados menús que no debían repetirse. El símbolo PyM aparece tanto como el congrio dentro de un astrolabio que se transformó en su sello y firma. Eran también constantes las invenciones de teorías simples y curiosas como que el vino sabía mejor en las copas de colores o que beberlo dentro de su bote Tiburón, en Isla Negra, asentado en el patio, era la mejor manera de marearse navegando en tierra.
Las casas de Neruda son sus otros versos. Espacios que complementan la comprensión de su obra, y sobre todo, de quien fue capaz de gestarla.
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