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martes 19 de octubre de 2010
Estuvieron desde el primer día, organizaron la vida del lugar y prometieron no moverse de ahí hasta que encontraran vivos a sus hijos, esposos, pololos o padres. Y eso hicieron. Levantaron la aldea en pleno desierto, lideraron la lucha, enfrentaron los peores presagios y mantuvieron el ánimo en alto. A ellas se les debe que las máquinas hayan trabajado hasta el final.
Por Gazi Jalil F., desde Copiapó
En Copiapó todos celebran ahora. Desde el día en que salió Luis Urzúa de la cápsula Fénix, el último de los 33 mineros en ser rescatado, las personas salen con sus banderas, hacen sonar sus vuvuzelas, tocan tambores, se toman las calles, sacan carteles y convierten a esta ciudad, habitualmente tranquila y lenta, en una gigantesca e interminable fiesta.
De a poco el ejército de periodistas extranjeros que llegaron a cubrir la noticia abandona Copiapó, pero aquí la gente siente que todos estos días ha vivido en la capital del mundo. En la calle, en los bares, en la fila del banco, en el taxi, en la plaza, en la feria artesanal, todos hablan de los mineros y todos los mencionan como si se tratara de sus propios parientes.
Pero por estos días el milagro de que hayan sobrevivido y el espectacular rescate han eclipsado en parte la epopeya que vivieron durante 70 días sus familias, especialmente las mujeres, que armaron la vida, la organización, el ánimo, la rabia y la esperanza en el campamento.
Habría que haber visto a María Segovia, hermana de Darío Segovia, alborotando al resto de los familiares para que no se quedaran sentados y llorando el día en que el ministro Golborne dijo que la chimenea por donde entraron los primeros rescatistas había colapsado. Ese día muchos pensaron que sus parientes en la mina no tenían oportunidad, pero María Segovia se repuso de su amargura, y al poco rato comenzó a gritar y a agitar a los que no se habían ido aún.
-¡Vamos!, ¡vamos! -gritaba María Segovia.
Y ella, en la primera línea, lideró a un grupo lleno de rabia que quería explicaciones y que le exigía a Golborne que continuara la búsqueda.
-Ministro, no nos vamos a mover de aquí hasta que salgan vivos todos -le dijo apenas lo vio. Y tras ella, vino el resto, advirtiendo lo mismo, pidiendo lo mismo y gritando lo mismo.
Los Segovia se convirtieron en los duros del campamento, pero la más dura de los Segovia era ella. No se movió de su carpa durante los 70 días, y si le afectaba el frío de la noche o el inclemente sol del día, jamás se notó. Uno la podía ver sentada alrededor de la fogata hablando con su familia, preparando el agua caliente en una tetera, encendiendo el fuego, trasladando frazadas, caminando por el lugar y haciendo flamear la bandera cuando comenzaron a llegar los primeros camiones con las máquinas de sondaje. Ahí María Segovia demostró toda su alegría. Era la primera en recibir los camiones, en gritar ceacheí, en abrazar a los conductores, en darles las gracias, en decirles que iba a rezar por ellos. En adelante, fue conocida como la alcaldesa del Campamento Esperanza. El apodo no era sólo por lo aguerrida. María Segovia también era la primera en tomar la palabra en las reuniones de familiares con las autoridades y se relacionó con fluidez con rescatistas, ministros, la intendenta y los alcaldes de la región.
También fue una de las que más aparecieron en la prensa. Atendió a todos los medios y no se cansó de contar la historia de su hermano, ni lo que sentía ella, ni cómo estaba viviendo. Ella decía que la prensa podía ayudarlos a que el gobierno no abandonara las labores de rescate.
Los primeros días, aquellos de incertidumbre total, cuando el constante ruido de las máquinas de sondaje dominaba el campamento y no se sabía si los mineros estaban vivos o muertos, había una mujer que caminaba cerca de María Segovia. Era Marta Salinas, la esposa de Yonny Barrios durante 28 años. Hoy habría que decir que es la esposa legal, después de conocerse que el minero convivía hace tiempo con otra mujer. La situación de Marta Salinas en esos días era difícil. Su presencia era resistida por la familia de la nueva pareja de Barrios, que habían instalado su carpa justo frente a la de ella.
Marta, dueña de un almacén en Copiapó, se mostraba dura, como todas las esposas de mineros.
-Yo he crecido así. Si usted me abraza, yo no acepto el abrazo. No estoy acostumbrada a los abrazos -decía.
Ella no estaba tan segura de que los mineros estuvieran vivos. Lo pensaba, porque decía que Barrios era perforista y conocía la mina más que su propia casa.
-Si estuviera vivo, él estaría buscando la forma de sacar al resto de sus compañeros.
Marta no aguantó mucho tiempo la presión sobre ella y pronto desapareció del campamento, pero había sido una de las primeras en instalarse allí sabiendo lo que le podría pasar y asumiendo que su papel era, pese a sus malos presentimientos, no dejar que suspendieran el rescate.
Una que apenas se notaba al principio era Lilian Ramírez, la mujer de Mario Gómez. Su rostro fue conocido el día en que el ministro la llamó y le dijo:
-Lilian, tengo una sorpresa para ti.
Y Golborne le pasó una carta. Era una carta de Gómez para ella. Pero era más que eso: era la primera señal concreta de vida desde el fondo de la tierra. Y Lilian, que era una mujer de bajo perfil que había jurado quedarse hasta el final, se convirtió de pronto en una de las personas más queridas y respetadas. Lilian había sufrido y soportado el machismo que persiste entre los mineros: su marido la había dejado con un hijo de un año y embarazada de siete meses y sólo apareció tres años después. Lilian lo perdonó, como sólo las esposas de mineros perdonan, y ahora lo esperaba sentada alrededor del fuego, fumando como contratada y tratando de mostrarse firme.
Antes de la carta, cada vez que alguien sugería que los hombres podían estar muertos, ella se enojaba. No aceptaba la idea, y se encargó de mantener la esperanza en alto, y mientras se encomendaba a todos los santos y vírgenes y beatos que le traían, ayudó a poner en pie el campamento, recibía a todas las visitas que llegaban y se convirtió en una gran anfitriona.
Algunos la criticaron luego por sus continuas apariciones en la prensa, pero ella pensaba igual que María Segovia: que si la noticia se mantenía en los titulares, el gobierno no dejaría de seguir buscando. Por la prensa aprovechó también de enviar mensajes a los demás empresarios mineros que mantenían sus yacimientos en precarias condiciones.
En el campamento hubo más mujeres que hombres y cada una dejó su casa para encargarse de administrar la carpa que la familia había puesto en pleno desierto. Al principio algunas ni siquiera tenían carpas, y dormían en vehículos, hasta que la Municipalidad de Copiapó instaló una grande para que pasaran la noche.
Muchas se quedaron en el campamento pese a la oposición de sus esposos o hermanos o hijos, como Norma Lagués, la mamá de Jimmy Sánchez, el más joven de los atrapados, que no escuchó las advertencias de su marido, también minero:
-Viejita, allá hace frío, es el desierto, no es necesario que vayas, nosotros vamos -le dijo Juan Sánchez.
Pero Norma se subió al auto y se quedó en la mina. No estuvo todo el tiempo. Iba y venía. Sus tareas se multiplicaron: estaba la casa, en la Villa Esperanza de Copiapó, que tenía que seguir funcionando. Estaban sus seis hijos, sin contar a Jimmy. Estaban sus nietos, en especial Bárbara, la hija de Jimmy, que había nacido justo el día de su cumpleaños. Y estaban los largos días a la espera de noticias. Así que sus últimos dos meses fueron un constante ir y venir desde Copiapó a la mina y una organización por turnos con su marido: tantos días él en la casa, tantos días ella en el campamento.
Una de las mujeres más jóvenes que vivieron en la mina fue Carolina Lobos, hija de Franklyn Lobos. Siempre vestida de buzo deportivo, a veces con un gran logotipo de Adidas en su espalda, Carolina se mostró ejecutiva y certera en sus comentarios. Incluso fue considerada por el resto como una de las dirigentes del campamento. Su voz se escuchaba con fuerza entre los vozarrones de los hombres. Desde el principio participó en las reuniones con las autoridades y se la podía ver corriendo de un lado a otro organizando, dando información, aclarando dudas, proponiendo ideas.
Muchos se acercaban a ella preguntándole qué se iba a hacer, qué había dicho el ministro, cuáles eran los planes. Y ella respondía. Su carpa estaba al lado de la que instaló después Verónica Quispe, la mujer del boliviano Carlos Mamani. Silenciosa, pasó casi inadvertida al comienzo, pero bastó que reclamara la presencia del Presidente Evo Morales en el campamento para que la diplomacia de ambos países comenzara a moverse con prisa. Cuatro días después, Morales la recibía en su despacho y le prometía estar el día del rescate.
Verónica Quispe habló algunas veces con Pamela Peña, prima de Edison Peña. Pamela vive en Santiago, no fue de las primeras en llegar, pero realizó decenas de veces el viaje de 12 horas entre Copiapó y la capital para esperar a su pariente. Ambos tienen la misma edad, 34, y nacieron el mismo mes, febrero, y los une un lazo afectivo que a ella le impedía estar tranquila en Santiago.
-Aquí me siento mal -decía a su familia, y entonces abordaba un bus y regresaba a la mina.
Nadie recorrió distancias tan largas y tantas veces como ella, y mantuvo en alto el ánimo de los Peña en los momentos clave de la espera.
En el otro extremo del campamento estaba Yolanda Rojas, hermana de Esteban Rojas, vocera de la familia. Cuando le preguntaban, decía:
-Vamos a estar acá hasta que nos saquen, el tiempo que sea.
Estuvo desde el primer día del accidente, tuvo que venir con sus hijos pequeños, y en los momentos de mayor desesperación, cuando todo fallaba, era partidaria de que los mismos pirquineros entraran a la mina a rescatar a sus compañeros. Protestó y le gritó al ministro:
-¡Los quieren rescatar o no los quieren rescatar!
Días después, el mismo Golborne pasó a su carpa muy temprano.
-Yolanda, están vivos -le anunció.
Fue la primera vez que Yolanda lloró.
Por Gazi Jalil F., desde Copiapó.
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