sábado 12 de junio de 2004
Un segundo libro "Historia del Espíritu Santo", preparó David Toledo, funcionario del Seminario San Rafael. En la foto, la hermosa y demolida Iglesia
Texto y fotos de archivo de Sara Vial
Dentro de la patrimonialidad arquitectónica de Valparaíso, en el ámbito religioso, ¿cuál cree que es usted la iglesia más característica de Valparaíso, aquélla sin la cual Valparaíso no habría sido el mismo; no la más antigua, ni la más oficial, sino sencillamente la más porteña?
El tema se planteó casualmente en un grupo de amigos y unanimidad, no hubo ninguna. Cada uno tuvo su iglesia. Cada uno tuvo su motivo para tener su propia iglesia y si lo que se perseguía era, como en las elecciones de reinas de fiesta de la primavera, llegar a la más linda, la más linda estaba, como ocurre en la vida en tantas cosas, dentro del corazón de cada uno.
Se trataba, por cierto, de las iglesias católicas, las de las hermosas torres que hacen más vivo el paisaje de los cerros o el plan. Las que parecen, a la hora de los crepúsculos del creciente invierno, atraer hacia ellas el graznido ancestral de las gaviotas y en las cuales, a veces, parece resonar el mar, como en una aguzada caracola.
LA IGLESIA DEL BARON
Para unos, la más característica, por ser además la más amiga de los barcos, fue el templo del Barón. Es lo primero que ellos ven cuando dan la vuelta frente al puerto. Allí, olvidando incendios, terremotos, tempestades, la vieja iglesia permanece como la ventana de un rojizo castillo olvidado, enhiesta en el paisaje y sin resignarse a desintegrarse de él, ni en las más alarmantes circunstancias. También podemos alcanzar a verla en el camino entre Valparaíso y Viña, desde la poco romántica ventanilla de un bus. Pero las torres son cuadros, y nunca parecen más bellos que en la pura galería del aire, sin interrupciones de edificios, sin tiempo o letreros que nada tienen que ver con la nostalgia. Una torre está en su elemento cuando se ha logrado mantenerla subiendo en el aire y, especialmente, cuando el principal objetivo es que se vea desde el mar. Sólo entonces podemos conversar con ella, escuchar sus campanadas, aunque se hayan quedado dormidas, y asistir a la comunicación que se establece, en este caso, con el barco que llega a puerto y la torre de San Francisco... hecha para esperarlo. Los propósitos religiosos los sabe cada iglesia, ciertamente, pero si no respetamos esa complicidad entre la iglesia de San Francisco, desde la altura del Barón, con la nave que desde el mar la reconoce, no respetaremos el patrimonio fantástico que en torno a ello se ha creado. Para unos, es tanta la tradición, que aseguran que Valparaíso recibe el sobrenombre de "Pancho" de parte de los marinos, por la torre de San Francisco. Otros, menos apegados a lo nuestro, aseguran que es porque enseguida del puerto norteamericano de San Francisco, venimos nosotros, un poco más chicos. Me inclino por la torre de San Francisco y que Dios la conserve indemne, aunque sólo sea el recuerdo de lo que aquella parroquia y convento fue. No importa. El recuerdo se adorna hasta con la preciosa voz del cantante José Mojica, que la visitó en su hábito de sacerdote franciscano, mientras un desafinado pero bien intencionado disco suyo, cantaba "Júrame" en la pieza del lado. Sin duda por respeto, los hermanos del convento, emocionados con su presencia en aquellos años de nuestras lides reporteriles, consideraron inoportuno convertir la conferencia de prensa en un recital de canto del lírico protagonista de tantas películas en que su timbradísima voz hizo suspirar a demasiadas mujeres. Retirado a la vida de su monasterio, ahora sólo cantaba para los ángeles. Dichosos ellos.
"Júrame que aunque pase mucho tiempo pensarás en el momento en que yo te conocí.
Mírame, que no hay nada más profundo ni más grande en este mundo que el cariño que te di...".
Fue como un sueño estar allí, mirar sus pies desnudos bajo las sandalias, su sonrisa mexicana interminable y escucharlo alabar la belleza de nuestra iglesia. El recordado fotógrafo Arturo León, se encargó de hacer inmortal ese momento con los relámpagos de su flash.
IGLESIA DEL ESPIRITU SANTO
La iglesia de mi infancia debió ser mi elegida, la que en lo alto de la calle Galos del cerro Alegre, lleva el poético nombre de San Luis Gonzaga. Además, en orden de singularidades, es la segunda que tuvo el honor de lucir contra el cielo, no una, sino dos torres, y es muy bella su adaptación al declive del cerro, con su escalera de piedra ascendente y amplia. Sus tres puertas, sus naves, el órgano que mandó comprar para ella en Londres doña Juana Ross de Edwards y que ahora... se encuentra en la Catedral, sin acordarse de sus melodiosas alturas, de los numerosos cantantes porteños que allí cantaron y... del mismo olor a lilas de esos meses de María que, como en los recuerdos de juventud de un poeta llamado Neftalí Reyes, asoma en poemas que aún puedes leer, pues, para remate, a sus doce años estaba ya enamorado de una niña llamada María que coincidía con él y su madre en el mes de María de la Iglesia de Temuco.
Oh, grandes o pequeñas iglesias por las que ha pasado la vida y la muerte, y la infancia, en el corazón de cirio, de adobe o cristal de las ciudades...
ARROZ CON LECHE
"Esta conversación parece nacida del juego del arroz con leche", me opinó seriamente una persona...
"¿Sabe usted?", le respondo yo. "La vida es exactamente como el juego del arroz con leche, aunque se nos haya olvidado. Con las manos cerradas vamos depositando al azar un anillo invisible. ¿Por qué, el girarnos hacia lo nuestro, esta vez las húmedas iglesias de un puerto, no ha de sernos tan placentero, ameno y natural como el inocente juego de ayer? ¿Y en qué ello puede perturbar a nuestras marineras iglesias?".
"No estamos dando examen", dijo un señor entrecano, "sino buscando nuestra iglesia preferida. Sigamos por favor".
"Gracias", le dije, y me embarqué en un gran discurso sobre la Parroquia del Espíritu Santo, que por tantos años tuvo en la plaza de la Victoria su verde complementación.
"No creo que exista un escritor que no le haya dedicado una palabra"; recordé la ardorosa defensa que hizo de ella, sin resultado desgraciadamente, Joaquín Edwards Bello. Él había vivido en su infancia no lejos de sus campanadas y nunca pudo comprender que fuera demolida para darle paso al más feo edificio de departamentos de Valparaíso. También el pintor Camilo Mori, porteño nacido en el cerro Santo Domingo, mantuvo en sus oídos esas campanadas y lo recuerda en una crónica que no he visto archivada en ninguna parte.
"Implacablemente, pero no siempre exacto, el reloj del Espíritu Santo nos marcó por los años la hora de abandonar la casa empinada y alegre para correr al liceo. Ah, esas tres campanadas del cuarto para las ocho, odiosas entonces, como resuenan en mi corazón. ¡Los años endulzaron su sonido y su significado! Hasta que un día viniendo del puerto por Condell, busqué instintivamente el reloj de siempre. Quedaba el vacío de su propia torre".
Luego, otro ángulo del recuerdo lo mueve hacia lo alto del cerro Bellavista: "En las cercanías de la plaza Victoria, enclavadas en los faldeos del cerro, había tres chimeneas de la Compañía de Gas, que cien pintores dibujamos con sus sueltos penachos de humo negro al viento, tal como una loca cabellera al viento. Un mal día, bueno para el progreso, nos borraron el tema".
LA IGLESIA DE LOS CUATRO RELOJES
Para mí, la iglesia del Espíritu Santo era, ante todo, "la iglesia de los cuatro relojes", cada uno dando las horas en una dirección distinta, en cada uno de los cuatro costados de la torre. En el perdido paisaje, hoy reemplazado por otro que no tiene nada que ver, su torre se levantaba como un faro sobre las copas de los árboles de la plaza, embellecía el entorno, nos hacía recordar la historia. La llegada a su puerta de los restos de Prat, bajo los altos arcos fúnebres que llenaron de negras banderas la ciudad. La muerte venía a reencontrarse con ese momento en que, en plena vida y apostura, pasó por esa misma puerta para enlazar su brazo de gala al de la gentil Carmela Carvajal. Los veo caminando sobre la alfombra roja que salía de la casa de Prat (hoy está allí el Club Naval) para, cruzando la bocacalle, detenerse solamente frente al ornamentado altar.
También casó en ella Raúl Edwads Mac Clure Ferrari. Carmela, a su vez, vivía en la Calle del Circo, donde vivía con su tía Clara. La calle hoy se llama Agustín Edwards.
Para quien se interese por conocer más de esta iglesia incomprensiblemente echada abajo, después de haber sido construida en 1872 y construir un patrimonio que nunca debió ser destruido, recomiendo leer la reseña histórica de David O. Toledo, relacionador público del Seminario San Rafael y antiguo colaborador de los diarios de Valparaíso.
Eran los años de los seiscientos barcos en la bahía. La ciudad tenía dos conventos, cada uno en un extremo de la ciudad: al final del Almendral, los Doce Apóstoles; en el barrio portuario, La Matriz. "Equidistante de ambas, iba a nacer la Parroquia del Espíritu Santo". Pero iban a demorar diecinueve años en obtener los feligreses porteños el permiso del arzobispo metropolitano Rafael Valentín Valdivieso y gracias a que los Padres Agustinos "no prosperaron en su nuevo convento de la plaza Orrego, (hoy Victoria), se obtuvo del Papa la eliminación de dicho convento y la construcción del que iba a ser el emblemático Espíritu Santo, el cual fue refaccionado por el presbítero Salvador Donoso, que aún da su nombre a una calle de Valparaíso".
Cien años duró la Iglesia del Espíritu Santo. A lo mejor pudo haber durado más, sin restar el señorío que tuvo esa parte del centro de la ciudad, y dejando en cambio un indestructible edificio de departamentos que no comunica elegancia ni significado histórico a un lugar que fuera tan significativo en cuanto a la historia de la propia plaza Victoria, que tanto tiene que contarnos. La verde mansión de la familia Ross Edwards dejó sus terrenos a la actual Catedral, reconstruida después del terremoto que desplomó su nave.
Desgraciadamente, hecha está nuestra existencia como ciudad puerto, de sendas calamidades: naufragios, terremotos, incendios, aparte de la culpa que cabe a quienes tuvieron la misión de velar por ella, que algún día, esperada o inesperadamente, iba a ser ungida de todos modos, como Patrimonio de la Humanidad.
Pude resignarme a que demolieran muchas cosas cercanas al Espíritu Santo, como el porteñísimo y bello Teatro Valparaíso. El edificio del Club Naval, que se levantó en el mismo lugar donde viviera el héroe Arturo Prat, lo hizo con la belleza que semejante nombre merecía. Las tres chimeneas a gas que evoca Camilo Mori. El edificio Crucero del Instituto de Previsión, frente a la plaza Victoria, con sus barandas de bronce, su hermoso y amplio salón donde se bailaba, se leían diarios y revistas y se respiraba desde su largo balcón saliente el espacio y el canto de los pájaros de los árboles. Con muchos porteños, viví duelo por la demolición del antiguo quiosco de fierro forjado, reemplazado por otro, "de líneas modernas, abstractas", que se vino al suelo, y no le abría paso al hombre del trombón, en plaza Victoria.
Pero... pasear por Valparaíso, llegar a ese lugar privilegiado, y no ver las columnas esbeltas del templo, su reloj de cuatro lados, su torre que marcó el tiempo como ninguna... sigue siendo melancólico, como para verterlo, en algo que parecía un juego, y luego en una crónica, en donde, al menos por un instante... no vuelva a desaparecer.
Esmeralda 1002, Valparaíso, Chile
Teléfonos: (56 32) 264230 - 264231
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