El arquitecto Tomás Domínguez lleva más de una década levantando el mapa exacto del Cementerio General: sus mausoleos, sus calles, sus esculturas, sus historias ocultas, el daño preciso que dejó el terremoto. Ya conoce de memoria esta pequeña ciudad, que es el reflejo exacto del Santiago que ha ido mutando en el tiempo. Lanzará un informe este lunes, justo para el Día de Todos los Santos. Pero antes de eso, se animó a mostrarnos en terreno lo que ha encontrado.
por Texto: Alvaro Bisama
Fotografías: Nube 360 y Alejandro Hoppe - 30/10/2011 - 08:46
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La otra ciudad
Tomás Domínguez mira el mausoleo de Manuel Arriarán Barros, en el Cementerio General de Santiago. En el patio 51, ese mausoleo está tapado por una rejilla verde. El terremoto del año pasado lo destruyó. Arriarán fue un filántropo que tuvo a su cargo el cementerio entre 1880 y 1906. Murió en 1907. Arriarán fue quien le dio al lugar su forma actual: expandió los terrenos, proyectó una ciudad posible de los muertos, plantó árboles, ordenó las avenidas. Arriarán no dejó descendencia. Lo que la rejilla tapa son las piedras apiladas. La fuerza de la tierra pulverizó el cal y canto que las pegaba, hizo picadillos los ladrillos que tenían poco más de un siglo. Posiblemente, las piedras sean del cerro Blanco, que Arriarán compró cuando dirigía la institución para tener materiales de construcción para las tumbas.
Nadie recuerda a Arriarán. Tomás Domínguez, sí. Mira su mausoleo destruido y dice:
-Arriarán fue el Vicuña Mackenna del cementerio.
Al mediodía del lunes, a una semana del Día de Todos los Santos, el Cementerio General luce casi vacío. El sol de la primavera en Recoleta aún no se vuelve inclemente. Por ahora, la ciudad de los muertos está en calma. Aquí, Tomás Domínguez, de 35 años, camina con la habilidad de quien conoce los pasos secretos de una calle a otra, las rutas invisibles que conectan a las familias de las tumbas.
-Este es un reino distinto. Me ha llevado 10 años entenderlo y sigo sin hacerlo- dice.
Domínguez no venía hace cuatro meses, aunque sus últimos 10 años los haya pasado acá, desde que era estudiante de Arquitectura en la UC y se topó con el trabajo de Tebaldo Brugnoli, un arquitecto italiano que se dedicó a hacer mausoleos a fines del siglo XIX y principios del XX. Ese fue el comienzo: había una señal ahí, un mundo invisible hecho de las firmas de los arquitectos que habían trabajado en el lugar. Domínguez siguió investigando. Descubrió que el cementerio carecía de memoria respecto de sí mismo. Que su pasado no había sido relatado. Así que se dedicó a contarlo como cuentan los arquitectos una historia: armó los planos del lugar, sistematizó herramientas de valoración patrimonial de las obras, encontró lo perdido. Fotografió todo, construyó el mapa de todo, tasó todo. Y armó un libro con todo eso: el apéndice de esa publicación tenía 400 páginas de imágenes.
No se editó nunca. El investigador dio paso al ciudadano: armó la fundación Ciudad Eterna y consiguió que el Consejo de Monumentos Nacionales declarara al cementerio Monumento Nacional. El valor, en cifras, de ese patrimonio es de $ 575 mil millones.
-Hace tres años tuve que discutir durante un mes y medio para decir que el Cementerio General era tan patrimonial como ese aviso luminoso de Champaña Valdivieso.
-La república se acabó en el cementerio en 1979, cuando se llevaron a Bernardo O'Higgins. Ahí empezó la decadencia del panteón nacional. Cuando se lo llevaron, se le fue un poco el alma al Cementerio General, porque O'Higgins fue su fundador- dice Domínguez.
El arquitecto indica eso con conocimiento de causa. La ciudad de los muertos es una ciudad de símbolos que interactúan entre sí. Los ciudadanos quedan atrapados y definidos por ellos, entre las tumbas de los presidentes muertos que ordenan las avenidas, en las peleas de egos que se ven entre el diseño de los mausoleos que compiten en pretensión, en una arquitectura que continúa en la muerte las batallas de la vida entre laicos y clericales, entre familias que se odian o se abrazan.
-El cementerio- dice Domínguez- es un espejo miniaturizado e idealizado de la ciudad. Todos los fenómenos sociales y arquitectónicos, las tendencias artísticas y los modelos urbanos se van reproduciendo acá.
Basta ver el mausoleo de Claudio Vicuña, que reproduce el Palacio de La Alhambra, la casa donde habitó, que a su vez era una reproducción de la construcción que está en Granada. No es raro: la historia de Chile es una trampa hecha de reflejos. En el mausoleo de Vicuña, mientras un molino de papel se mece con la brisa, es imposible no pensar que la memoria de cierta república chilena que siempre recordamos en abstracto acá se convierte en una colección de detalles concretos.
Allí, por ejemplo, están las puertas tan pequeñas de algunas tumbas por donde no caben las personas, pero sí las ánimas, las esculturas de mármol que reproducen los símbolos de universos privados, los patios interiores cerrados de ciertos mausoleos donde pueden juntarse las almas a conversar, las flores secas que detallan el abandono de familias que se extinguieron.
Tomás Domínguez llegó a Santiago dos días después del terremoto y fue a ver el estado en que había quedado el cementerio. Como ya había hecho un catastro fotográfico completo del lugar pudo detallar con precisión los daños: el perjuicio del valor cultural fue de más de $ 12 mil millones y el costo de la reconstrucción, de más de $ 3 mil millones. Mientras escribía comunicados indicando eso, se dedicó a dejar en cada mausoleo dañado una carta señalando a los propietarios en qué estado estaba la tumba.
Envió 220 cartas. Algunas personas respondieron. Otras cartas siguen ahí, sin abrir.
A la una de la tarde, el cementerio está tranquilo. Todo se activa después de las tres, cuando comienzan los entierros. Los que pasean por el lugar son unos pocos solitarios que se cruzan con los cuidadores. Los cuidadores andan a su propia velocidad. Domínguez habló con ellos cuando reconstituía la historia del lugar: se dio cuenta de que se trataba de un oficio heredado. Muchos eran hijos de otros cuidadores. Esa memoria oral fue fundamental. Los hijos recordaban lo que habían sabido los padres, los movimientos de las tumbas, la ubicación exacta de ciertos lugares.
El cementerio podía verse como rutas que enlazaban puntos invisibles. De este modo, si el año pasado, para el Bicentenario, Domínguez encontró las tumbas de los miembros de la Primera Junta Nacional, también logró armar varios tours patrimoniales por el lugar. No había fantasmas ahí: "Jamás he presenciado ninguna experiencia paranormal, ni creo en ellas. Tras años de experiencia he aprendido que en los cementerios hay que tenerles miedo a los vivos y no a los muertos".
Por ahora, Domínguez deja su fundación en stand-by por un par de años y se dedicará a trabajar de modo privado en arquitectura. Se cansó. No consiguió recursos del Estado ni de privados. Mañana, 1 de noviembre, lanzará un informe con las cifras exactas del valor patrimonial del Cementerio General, además de un catastro detallado de sus monumentos y joyas arquitectónicas.
El destino del mausoleo de Manuel Arriarán es incierto. Más allá, ahora mismo, un empresario construye un mausoleo gigante que tapa de manera obscena otro más pequeño, de mármol.
Poco más lejos, los patios y los presidentes muertos y los escombros y los caminos que sólo Domínguez y los cuidadores conocen. Y apenas unos kilómetros más allá, el viejo Santiago, que es el reflejo del cementerio.
Tomás Domínguez es uno de los pocos que pueden transitar por ambos mundos.
Tomás Domínguez pocas veces usa la palabra "tumba".
Dice: "Monumento".
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