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domingo 19 de septiembre de 2010
PANORAMA Narrativa y poesía
Nicanor Parra
María Luisa Bombal
Juan Emar
Vicente Huidobro
Eduardo Anguita
Pablo Neruda
Gabriela Mistral
Foto:LORETO RIVEROS
Lo mejor de nuestra literatura bicentenaria florece entre la década del veinte y la del setenta del siglo pasado. Antes de ese "medio siglo de oro" están los pioneros, y después viene cierta declinación creadora (casi general en Occidente). La balanza de la calidad se inclina más, bastante más, al género poético que al narrativo. El conjunto es tan abigarrado que no admite mapas precisos: constituye un auténtico archipiélago literario.
Escribe Ignacio valente
Los narradores
Diré poco y nada de los autores canónicos de nuestro austero pasado, más proclive a la historia que a la fantasía. Distingo entre los libros que hay que haber leído -sobre todo en la educación escolar- y los que uno releería hoy por puro gusto literario. Pues bien, los canónicos suelen pertenecer al primer grupo. Pienso en don Andrés Bello, en Vicente Pérez Rosales, en Alberto Blest Gana, en Baldomero Lillo, en Orrego Luco, en Eduardo Barrios, en González Vera... (los criollistas nunca me entusiasmaron). ¡Honor a los ancestros, que pusieron las bases de la novela y el cuento nacionales!
El tono dominante de nuestra narrativa es un realismo más bien gris y opaco, a diferencia de la imaginación creadora que prodiga el entorno americano: Borges, Marechal, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier, Lezama Lima, Rulfo... Por eso quiero destacar en primer lugar a los dos narradores chilenos que más temprano y más rotundamente rompen ese molde: los "surrealistas" Juan Emar y María Luisa Bombal.
Lo que ambos tienen en común es la intensa substancia onírica de sus relatos, es el mundo de los sueños, es la frontera siempre difusa y movediza entre realidad e irrealidad. Pero el contraste es manifiesto: todo en Bombal se articula en torno al sentimiento, al amor, a los claroscuros del alma femenina, mientras que Emar gira virilmente en torno a la visión superior, casi metafísica o mística del universo. En una dirección del todo diferente -realista-, Manuel Rojas trae también una innovación formal muy positiva, de la mano de Faulkner, y un nuevo aire existencial de signo más moderno, que tendrá continuidad en la generación siguiente.
Un paréntesis, que por cronología situaré aquí: Joaquín Edwards Bello y Alone (Hernán Díaz Arrieta) han sido nuestros dos grandes cronistas. El primero abarcó la entera vida nacional con un perspicaz espíritu crítico; el segundo fue un gran crítico literario que llamaba crónicas a sus artículos. Las columnas de uno y otro suelen ser amenísimas y sutiles. Su lenguaje es tan trasparente que no se hace notar a sí mismo, si bien el de Alone era más brillante, y el de Edwards Bello era más desgarbado y, con todo, no menos elocuente.
Vuelvo a la novela. Por aire de época y por temática, es difícil separar ese trío que forman José Donoso, Jorge Edwards y Enrique Lafourcade. Este último es quien tiene la pluma más desenvuelta, cualidad que lo recomienda pero que también puede perderlo en su propio brillo y en desmedro de la substancia narrativa. Nuestro novelista de mayor alcance es Donoso, el único capaz de construir un mundo tan singular que solemos llamarlo donosiano: una atmósfera de fascinante marginalidad en lo físico, psíquico, social, fantástico y aun esperpéntico. Sus personajes se mueven de preferencia en los rincones oscuros de la ciudad, de los caserones, de la conciencia, del sexo, de la memoria, etc.
El punto fuerte de Edwards a lo largo de sus muchas novelas es la indagación social, cada vez más profunda, de aquello que se esconde tras las máscaras criollas, virtud que se relaciona con su condición de excelente cronista. Debo añadir aquí, por razones de fecha y calidad, a un cuarto narrador, Guillermo Blanco, diferente por su raigambre española y no francesa, por su cuidada prosa y por su apego a las esencias de la chilenidad.
Dos magníficos autores de novelas, nouvelles , cuentos y crónicas son Carlos León y José Miguel Varas. Ambos tienen ciertas virtudes comunes nada frecuentes, y menos cuando se dan todas juntas: arraigo en una tradición más nacional que foránea, en la línea de Olegario Lazo y de Ernesto Montenegro; don de síntesis y ahorro máximo de recursos; el arte superior de hacer fácil lo difícil; una amenidad de muy buena ley, y el don expresivo de revelar experiencias complejas en una prosa llana, llanísima.
Muchos nombres faltan en estas apretadas líneas. Desde luego Carlos Cerda, Adolfo Couve, Diamela Eltit, Roberto Bolaño, Germán Marín, Jorge Guzmán, Antonio Skármeta, Elena Castedo, etc., todos ellos -y otros más jóvenes- tan próximos todavía, que el tiempo, el juez más seguro, deberá decantarlos. Por lo demás, del periodo anterior tampoco el espacio me permitió detenerme en autores tan valiosos como Nicomedes Guzmán, Marta Brunet, Francisco Coloane, Carlos Droguett...
Nuestros poetas mayores
La gran poesía chilena posee una riqueza que resulta asombrosa en el contexto hispanoamericano y aun mundial. En esta fecunda tierra las semillas más diversas se han dado casi caóticamente bien: el Siglo de Oro español, el simbolismo, la poesía pura, el surrealismo, Whitman, la antipoesía, y todas sus combinaciones posibles. El conjunto es tan heterogéneo que nuestros poetas, incluso como individuos, pueden guardar escasa relación entre sí.
Gabriela Mistral, anterior a las vanguardias y ajena a ismos y modas, arraiga en el sentimiento bíblico, la poesía castellana, las esencias rurales del país, y escribe algunas de las estrofas más desgarradoras y tiernas del idioma, transida por un pathos sublime de trascendencia y tragedia, de éxtasis y sufrimiento: la locura de los celos, la maternidad frustrada, el amor místico, la presencia constante de la muerte. Nadie más lejos de ella que Vicente Huidobro, quien infundió con las vanguardias francesas un nuevo sentimiento de libertad en las inercias criollas del continente, y un nuevo tratamiento de la imagen, como materia para todos los juegos y experimentos posibles. Su laboratorio cosmopolita y europeizante producía a granel horizontes cuadrados y golondrinas monotémporas y estrellas sanguinarias y abejas satélites, entes imposibles que sólo podían y debían existir dentro del poema: "creacionismo".
Pablo Neruda irrumpe en este panorama como un fenómeno de la naturaleza, como un torrente volcánico, con toda la fuerza primaria del caos telúrico y de la lucha social, de la pasión amorosa y de la geografía austral. Su obra es enorme y desigual, surcada por todos los ismos del siglo; posee un oído privilegiado, sólo comparable al de Rubén Darío, y una inteligencia verbal en la que no siempre se repara. Su timbre inconfundible alcanza los mejores momentos cuando parece la voz misma de las profundidades cósmicas, como si se hubiera concedido el don de la conciencia y del lenguaje a la mismísima materia mineral y vegetal. Neruda contagió hipnóticamente a medio mundo, y por eso dejó tras de sí el ímprobo desafío de no escribir como él: de sacar voz propia.
Pablo de Rokha fue un poeta ambicioso, desmesurado para bien y para mal, cuyo lenguaje solía quedársele atrás de sus ímpetus épicos, tan tremendistas.
El surrealismo se dio en Chile de la mejor manera posible: suavemente, muy atemperado por otras influencias y muy modulado por los acentos personales de los autores. En Humberto Díaz Casanueva lo surreal aflora de manera muy ligada al intelecto y a la metafísica. En Braulio Arenas se matiza cada vez más con otros factores: la gracia anecdótica, la cálida humanidad suya, el dejo irónico. Por su parte, Eduardo Anguita fusiona la huella surrealista con un pensamiento platónico y agustiniano de raíces bíblicas, cuyas imágenes, a menudo brillantes, revelan la caducidad de todo lo terreno de cara a la trascendencia. Y Gonzalo Rojas hace girar el lenguaje en torno a sus obsesiones centrales -el amor, la muerte, la palabra poética-, en un esfuerzo de claridad expresiva que está siempre en tensión dialéctica con el barroquismo extremo, casi gongorino, de su sintaxis.
La irrupción de Nicanor Parra en los años 50 abrió nuevos horizontes a la poesía chilena. A partir de las esencias populares del valle central y de fuentes anglosajonas como Whitman y Eliot, Parra forjó este producto multifacético que se llama antipoesía, con el efecto inmediato de superar las oscuridades retóricas y convencionales en que estaban cayendo las vanguardias. El aliento libertario que nos había traído Huidobro se recreó con una nueva y mayor potencia: ahora sí que todo podía decirse en poesía, por la recuperación y rescate del habla viva, del decir coloquial, de los sublenguajes vulgares, del prosaísmo y la parodia y la ironía.
Gran parte de la poesía posterior se benefició de su influjo. Enrique Lihn, por ejemplo, insufla aquella libertad expresiva a un discurso voluntariamente frío y desnudo del pensamiento, claro, escéptico y lúcido como pocos: hermetismo abierto. Algo paralelo aunque distante sucede con esta libertad en la poesía de Armando Uribe, primero en lo lírico, más tarde en lo sentencioso, y por último en lo imprecatorio de su verso siempre castigado, rugoso (en el mejor sentido) y riguroso.
Por contraste, Miguel Arteche se acogió a la herencia más mistraliana de la tradición hispánica castiza, sobre todo quevediana, con su decir a la vez seco y lírico, directo y a ratos lúdico. De Jorge Teillier gusta cada vez más su poesía de los lares, bien enraizada en la naturaleza austral, y sellada por una pureza y nostalgia que curiosamente evocan a poetas nórdicos como Georg Trakl. Efraín Barquero recoge el relevo del combate social, para emigrar luego al aliento planetario del lejano Oriente, y culminar con una búsqueda de los orígenes elementales del ser humano.
Años después, Raúl Zurita combinó la impersonalidad del hablante poético con el delirio de la imaginería cósmica y un sentimiento patrio geopolítico de la mejor especie: posvanguardismo. Y la poesía de Óscar Hahn es una apretada y lograda síntesis de las prevanguardias, del Siglo de Oro español, de las vanguardias, del habla coloquial y de una fantasía creadora altamente presidida por el intelecto artístico. Una pronta muerte nos arrebató a Juan Luis Martínez, cuyo vaciamiento del yo lírico y cuya poesía experimental y lúdica -a la manera de Lewis Carroll- eran tan prometedoras. También Diego Maquieira y Floridor Pérez han escrito poemas muy notables.
De los poetas ulteriores sería prematuro decir nada, pero ya sugerí que nuestros días son, fuera y dentro del país, una época de declinación poética como la que ya presintió Hölderlin y teorizó Heidegger: cuando viene el ocaso de los dioses, ¿qué se puede escribir? ¿Para qué ser poeta en tiempos de penuria?
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