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domingo 19 de junio de 2011
Son parte de la tradición italiana que se asentó en Valparaíso. Entrar a sus locales es un festival de especias, mientras romanas valorizan en gramos sus productos. Así son los almacenes de antaño.
por María Elizabeth Pérez
El olor a canela, a clavos de olor, a frutos secos y condimentos endulza el aire al primer respiro. La madera exhala sus casi cien años en los tres mesones, la vitrina y las tres estanterías que, como escaleras, suben al techo con los productos y se reparten, al alcance de la mano, las vasijas grandes y chicas con pimienta, comino, especias, chuño, harinas y productos a granel. El tiempo aquí parece detenido. Es plena avenida Pedro Montt, la principal arteria comercial de Valparaíso, y frente al Congreso Nacional, el último emporio típico del plan porteño se resiste a morir, tal como lo hizo hace unos años el Echaurren.
La Gran Bodega Pedro Montt Bacigalupo y Cía. es todo un deleite para los compradores de antaño. Con tres vitrinas exteriores a la antigua -que estoicas resisten el paso de cada marcha-, sus precios van en grande y a la vista. Charqui, frutos deshidratados -entre ellos, mangos, almendras y nueces-, anís en polvo, cremas chantilly, miel y latas de duraznos y jurel lucen a través del vidrio.
En el interior, la mirada se pierde en lo alto de sus paredes, donde un antiguo reloj marca la hora. Hay fotos familiares y una imagen de 1923 con los empleados y dueños en el frontis del negocio. Se ve de todo, menos máquinas de bebidas, helados o golosinas artificiales. En frente de uno de los mesones, una joven mastica. Atrás, ollas, sartenes, plásticos, cristales, loza, artículos de limpieza, aceites y mercaderías trepan los estantes, uno de esos dedicados a finos tés, aderezos y productos gourmet.
"De eso me encargo yo. Es lo que más me gusta, las cosas exquisitas", dice, riendo, Roselba Bacigalupo Lanata. Sentada en un escritorio, detrás de la caja, saca cuentas, revisa documentos y hace un cheque a su hermano, Ezio. Ambos, con un tercer socio, mantienen desde los 80 el emporio y su abastecimiento.
De 09.00 a 20.00, los hermanos y sus 20 empleados siguen a diario la tradición que su padre, Santiago Bacigalupo Garibotto, y su hermano, Bernardo, hicieron florecer recién llegados de Génova. Corría la primera década de 1900 y en Valparaíso, como muchos italianos, buscaban una oportunidad, tras huir de la crisis económica en su país.
"No recuerdo detalles. Los que sabían la historia se han ido muriendo", dice Roselba. Segundos después, agrega: " (...) pero de niña, ese olor, el aroma que dejan los aliños en la ropa, eso recuerdo. Del techo colgaban ollas grandes, sartenes. Se vendían cajitas de galletas y afuera había sacos con porotos, y todo se vendía a granel". Desde entonces también se vende congrio seco: "Se come hervido, con aceite de oliva y ajo", receta.
Hace 20 años que el emporio Bacigalupo suspendió los fiados. Sí reciben cheques en hasta tres meses plazo para empresas e instituciones. Hijos y nietos de otrora compradores son ahora clientes. La atención familiar y personalizada que procuran, tal como lo hizo su padre, ha sido clave.
"Señor, ¿lo atienden?", "Mi dama, ¿qué más necesita?", se oye entre sus vendedores, que en tres romanas pesan a granel la harina, el charqui y los condimentos. Dos rollos de pita cuelgan del techo. El papel craft y las cajas abundan para el empaquetado.
"Todo el condimento lo seguimos vendiendo a granel. Es mucho más barato que envasado", dice Roselba. Antes vendieron legumbres y aceite también. "Cuando llegaron los supermercados fuimos cambiando, pero la gente está volviendo, porque dicen que allá les sale más caro", cuenta.
Luis Vilches tiene 40 años detrás de estos mesones, donde llegó "para los mandados", dice. "Hay que atender con gracia, la gente vuelve. El trato y la atención así no existe en los supermercados modernos. No tienen tanta vida como aquí. Ahí las personas parecen un robot comprando. Aquí conversan, consultan", añade Manuel. Como para muchos, un emporio, dice, "es parte del patrimonio, y cuando van cerrando se pierde parte de la ciudad".
Un patrimonio familiar que Ezio y Roselba son los últimos en preservar. "Todos los hijos están en otras cosas. Este negocio es muy demandante, uno sabe a la hora que llega, pero no a la que sale. Seguiremos hasta que la salud permita", confiesa una de las dueñas. "Mi papá llegó con 20 años y estuvo a cargo hasta que falleció, en 1980. Hemos tratado de seguirlo. El era buen comerciante. Daba su palabra y la cumplía".
A comienzos de 1900, los emporios de tradición italiana se repartieron por el plan y también por los cerros porteños.
En la avenida Placeres, en el cerro de igual nombre, el Almacén Chile subsiste en silencio como el emporio más antiguo. "Una tradición al servicio de Los Placeres. Amplio surtido de provisiones a precios más convenientes que el plan", se lee en un cuadro que data de 1880, el año de su fundación por la familia Schiappacase.
Con su mobiliario original intacto, Morelia Vivanco lo atiende desde hace 40 años. Antes estuvo una familia italiana que lo tuvo en arriendo. "La familia Carana, cuando llegó Salvador Allende, se fue de vuelta a Italia, porque había arrancado ya del comunismo", dice Morelia. Entonces, junto a su marido y uno de sus cuatro hijos recién nacido, pagaron $ 50 mil por el arriendo.
Aunque siempre pensaron en comprarlo, la muerte de su marido impidió el sueño de reunir los $ 12 millones que costaba la propiedad. Hoy lo sigue arrendando.
"Así hemos sobrevivido a los supermercados, con todo el mobiliario y con los fiados, aunque menos que antes, con la venta de café por cucharadas, el octavo de mantequilla y el día entero para el negocio", cuenta Morelia. De 07.00 a 23.00, con dos horas de sagrado descanso, es la rutina semanal. "Gracias al negocio y a esta dedicación, tengo cuatro hijos profesionales, dos de ellos profesores universitarios", dice con orgullo.
Hace tres años, otro de los tradicionales emporios de barrio cerró sus puertas. Era el Santa Catalina, ubicado en la calle Javiera Carrera de Los Placeres.
Ahora, Carlos Raggio, nieto e hijo de sus fundadores, intenta reabrirlo, justo cuando se cumplen 100 años de su creación: Mateo Raggio, quien se dedicaba al cultivo de olivos en su natal Génova, llegó en 1906 al Puerto, donde primero se instaló en la Av. Argentina y luego en el cerro.
Ahí, su penúltimo hijo, Carlitos Raggio, heredó el negocio a los 18 años. Pero lo trabaja desde los 10. Tanto conocía el lugar que llegó a memorizar 900 precios sin ayuda. Aquí vendió de todo. Fardos de pasto a mediados del 1900, harina por sacos, mantequilla por trozos, aceite por 1/8 y litro, chancaca, harina y queso rallado al natural, ollas, cuchillería y vasos. "Siempre recordaré una artesa colgada. Alimento para gallinas, patos y conejos; cierres, botones, agujas e hilos de coser. No existían los supermercados ni las multitiendas, todo se colgaba o andaba en cajones", cuenta Carlos.
De lunes a domingo, sin descanso, hasta los 80 años, don Carlitos y su esposa fueron parte esencial del barrio. "Muchos llegaban a pedir fiado y mi padre los anotaba en la libreta. También daba 'avances en efectivo' para las emergencias. Así no más, de pura confianza. Otros iban para que mi papá les matase la gallina o el conejo del almuerzo", agrega.
En medio de sus estanterías y mesones, un pájaro embalsamado cuidaba el local. Mientras, un reloj de péndulo marcaba los segundos. Lo tuvo por medio siglo, hasta que lo vendió por $ 10.00. En su lugar puso uno chino. Con el paso de los años, el antiguo mesón dio paso a uno con vitrina, las romanas siguieron por si la luz fallaba, pero conviviendo con las balanzas digitales, que no pierden ni 10 gramos. "La llegada del primer cooler de bebida y el proveedor que entregaba equipamiento sin costo, a cambio de una buena exhibición (...), eso marcó un antes y después", reconoce Raggio. En 1998 llegó la segunda gran modernización. Don Carlitos dejó las cuentas a mano y empezó la era del computador. "Se nos ocurrió un software que hiciera todo tal como lo hace el comerciante (...). Mi padre nunca había tomado un computador y aprendió a usar el software a los 70 años", dice su hijo. Tal fue el éxito, que luego nació el Club Almacén en la web.
Hoy tiene 3.000 socios y 500 negocios usan el software, entre ellos, la Armada, para sus cantinas secas. "Mi papá trabajó el emporio hasta los 80 años y nunca hizo algo distinto ni se cansó. Un infarto lo sacó en 2007 y el 2010 falleció", recuerda su hijo. Ahora su objetivo y el de su hermano es reabrir el Emporio Santa Catalina como el "Almacén del Futuro", con lo valioso de la tradición, lo nuevo y disponible en tiempo real en la web.
"Nos quedó el camino y el desafío de rescatar este almacén y volverlo competitivo, tal como lo pensamos con nuestro padre, para que así dure otros 100 años", dice. Ese es el desafío.
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los ultimos emporios del puerto
Reportaje TVN a Club Almacen y Ejecutivos de Trade Marketing
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Inicios de Club Almacen
Emporio Santa Catalina, en Valparaiso.
Comerciantes dueños de Almacenes Minimarkets y Botillerias
Software de Punto de Venta El Almacen
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melisa:
La primera vez que entré a este negocio, sentí había vuelto al pasado, me pareció que así
lucían los almacenes de "ultramarinos" citados en cuentos o novelas que se desarrollaban, quizás al sur de Estados Unidos. Busqué en Internet y encontré varias fotos de almacenes muy parecidos a estos emporios de Valparaíso.
Acá algunas fotos rescatadas.
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domingo, 19 de junio de 2011
Los últimos emporios del Puerto
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