lunes, 22 de julio de 2013
El Santiago de Fernando Castillo Velasco
El ex alcalde de La Reina y ex intendente de Santiago murió el jueves pasado, en su casa, a los 94 años. Aquí, su testimonio inédito sobre la ciudad que imaginó y ayudó a construir el siglo pasado.
por Gabriela García - 21/07/2013 - 08:02
“Comencé en la arquitectura por instinto, a los 12 años: con chuzo y pala, abría hoyos en la Quinta Michita y hacía refugios subterráneos donde me escondía a fumar con mis amigos, sin que nadie me pillara.
De adulto, persistió mi afán de construir. Tras graduarme de arquitecto en la Universidad Católica, junto con Carlos Bresciani, Héctor Valdés y Carlos Huidobro, en los años 50, formamos una oficina con la que soñamos conjuntos habitacionales para la clase media, que promovían la relación entre los vecinos y la conexión con la naturaleza.
Sobre las Torres de Tajamar, recuerdo que surgieron cuando caminaba por el centro y me di cuenta de que había sitios eriazos al final del Parque Providencia. ¡Había que poner ahí un elemento que determinara la entrada hacia el barrio alto!
Levantamos unas torres que no entorpecieran la transparencia de la ciudad hacia la montaña. En el sexto piso de una dejé un hoyo, para que la gente que paseara por ahí pudiera ver el paisaje.
En esos tiempos, la cordillera no pasaba desapercibida para los arquitectos, como los que hicieron esa estúpida torre del Costanera Center. Recuerdo que tardamos mucho en construir esto, porque no había computador y hacer los cálculos era una locura. No había camiones que trasladaran el concreto en esos cilindros que van dando vuelta. Lo que se hacía era fabricar el hormigón en unos galpones y echarlo a un camión corriente. Adentro iba gente moviendo el concreto con una pala, para que no quedara inmovilizado. Sin grúas para llegar a esa altura, lo que utilizamos fueron cubos grandes para escalar.
La Villa La Reina nació cuando llegué a la alcaldía de La Reina, el año 64. Me encontré con un decreto de expulsión de los pobladores que vivían en los sitios eriazos cuidando la tierra de sus patrones. Me pareció terrible. Entonces me comprometí con todos los que no tenían casa a convertirlos en vecinos con los mismos derechos y obligaciones de todos. Me costó conseguir el terreno; muchos trámites. Hasta que llegué con la lista de 1.600 familias que elaboramos puerta a puerta con la Escuela de Arquitectura de la UC. La villa la construyeron los pobladores durante cinco años, en un terreno de 70 hectáreas en Av. Larraín. Se hizo ahí para que los pobres estuvieran adentro y no afuera de la ciudad, como ocurre ahora.
Con la Unidad Vecinal Portales tuve la convicción de que tenía que ser parte de la ciudad también. Pero el otro día, cuando se iniciaron trabajos de restauración, los vecinos me decían: ‘Nosotros hemos vivido el paraíso y el infierno aquí’. El paraíso era la solidaridad, los árboles, la vida en comunidad, la vista, el aire; la atrocidad, el Golpe, cuando los militares le quitaron toda colaboración a la villa. Era un parque público, ¡imposible que gente humilde pueda mantener un parque! Quedaron botados ahí, en esa obra emblemática del movimiento moderno de arquitectura en Chile.
Tuve un proyecto frustrado. Se llamaba Los árboles de Apoquindo y era una estructura innovadora en la esquina surponiente de Av. Apoquindo con Vespucio. La idea era poner un cimiento de hormigón de 15 metros de diámetro y luego un cilindro desde el que salían, recién a los 10 metros del suelo, cuatro aletas o vigas. Estas eran de un piso de alto y cada rama sostenía una vivienda que iba girando. Abajo había un área verde y locales de venta, arte y cultura. Pero cuando comenzamos a echar el concreto, el dueño de la firma llevó el proyecto a un congreso de ingeniería en Japón y se decidió que el edificio era inviable en un territorio sísmico. Fue una tontera que todavía no me explico. Yo sé que el edificio todavía estaría allí.
Yo quiero a Santiago, aunque hagan demasiados desastres en ésta. La ciudad debe ser un lugar muy humano, alegre y bello, pero si existe un hacinamiento de casas y edificios pierde toda el alma. Me preocupan las autopistas. La Costanera Norte la encuentro espantosa y se siguen sumando más, como la de Vespucio Oriente. No tiene derecho la autoridad a hacer planteamientos hechos por supuestos urbanistas que hacen idioteces. Esta avenida no es de alta velocidad, sino un anillo que reparte a los ciudadanos hacia el centro.
Sobre los malls, pienso que no hay ninguna razón para haber cambiado el sistema de barrios a edificios en altura, que sólo son puntos de encuentro más para el consumismo que para la calidad de vida, que es la base fundamental de mi trabajo. Ahora tenemos un auto detrás de otro y cada vez son menos útiles por la congestión. El manejo ha producido estrés en la gente, mucha soledad. Yo me desvelo pensando en cómo solucionarlo”.
La autora es periodista de revista Paula. Realizó una serie de entrevistas al fallecido arquitecto.
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