domingo, 26 de mayo de 2013

Borja Huidobro y su París propio






Incombustible a sus 77 años, el más importante arquitecto chileno de exportación muestra el París que ha ido armando, tras medio siglo vivido en la capital francesa. En el recorrido no disimula su humor particular ni su obsesión por los detalles. Adelanta que este es el último año que hará obras para Francia. Desde allá, aunque sin asomo de nostalgia, mira también a su Santiago natal.

por Jaime Rodríguez Z., desde París - 26/05/2013 - 02:44

Si la Grande Galerie de l’Evolution, de París, fuera, como parece ser, un arca gigantesca, el chileno Borja Huidobro sería Noé. Junto a Paul Chemetov y Rafael Benavente, reinventó completamente este monumento histórico de la capital francesa. “A Benavente le dije que sería arquitecto museográfico y me pregunto qué era eso. ¡No lo sé!, le contesté, inventémoslo. Y así lo hicimos. Nos pasamos meses reuniéndonos con científicos, zoólogos, biólogos, discutiendo con ellos, aprendiendo de ellos”. El resultado es esta arca de cinco niveles y 6.000 m2, por los que avanzamos deteniéndonos en cada especie, desde los más pequeños organismos acuáticos hasta los grandes mamíferos.

La evolución, explica Huidobro, empieza en el mar. Y él aquí parece sentirse como pez en el agua. Puede relatar la historia de cada exhibidor, de cada cable, de cada lámpara de fibra óptica que, asegura, fue un invento que sacaron de la manga cuando esta técnica de iluminación no era nada común. Nos introducimos con él en el vientre de la ballena -en realidad, un esqueleto flotante de más de 10 metros de largo- y desembocamos casi en las fauces de un oso polar. Más allá, la caravana de grandes mamíferos, presididos por un elefante, invita a seguir el viaje. Tenemos a los animales al alcance de la mano, sin barrera que nos separe de ellos. Eso formó parte del concepto general de la galería, dice Huidobro: poner a la gente al mismo nivel que las especies exhibidas. “Fue lo que más nos costó hacerles entender a los responsables del museo. Nos decían que estábamos locos, que la cola del león no duraría ni 10 días en su sitio con todos los niños que vienen aquí. Pero han pasado 20 años y ahí la ves…”.

Lo hemos visto llegar hace apenas una hora -77 años, paso seguro, impecablemente desaliñado- hasta este edificio inaugurado originalmente en 1889, el mismo año que la Torre Eiffel, y ya nos ha contado la historia completa del Jardin du roi, creado en 1635, y la historia del conde Buffon, intendente y principal impulsor de la investigación científica en ese jardín a mediados del s. XVIII. Y cómo a finales de ese mismo siglo, el parque pasó a albergar el Muséum National d’Histoire Naturelle, del que forma parte su galería.


Huidobro parece más un francés hablando en perfecto chileno, que un chileno hablando en perfecto francés. No son las palabras o la pronunciación. Es más bien, una cierta excentricidad típicamente parisina a la hora de expresarse. Gesticula, imita, saca la lengua. Me hace recordar la foto de Albert Einstein haciéndose el loco. Tiene un sentido del humor envolvente y agresivo. Si le preguntas por su salud -a nosotros nos canceló una visita en octubre y llegó a estar internado en un hospital, aunque no quiere hablar de eso-, te dirá que está muy bien, pero te preguntará si quieres que esté mal y se pondrá a cojear aparatosamente. Luego le insistiremos si los problemas de salud que tuvo hace unos meses le impidieron venir al Festival Puerto de Ideas, de Valparaíso, para una charla con Cristián Warnken, pero él dirá que eso entra en la esfera de lo privado. “Mis problemas de salud me impidieron recibir un premio en México, eso sería todo”.

Huidobro es un personaje esquivo en el primer contacto, capaz de mandarte un correo con nuevas “órdenes” cuando intentas coordinar una cita, pero también capaz de amenazarte con no darte su dirección si no te tomas una cerveza con él después de pasar el día juntos. Con este reportero oscila entre el desdén y la generosidad. Es seco y risueño a la vez, parece harto de las ñoñerías del mundo, pero si le preguntas cuál ha sido su mayor vicio dirá que “amar lo bello y creer en la amistad”.

Durante nuestra visita, las palabras que Huidobro utiliza con mayor frecuencia son, en este orden: gallo, salvaje y arquitecto.

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Para entrar en la Grande Galerie de l’Evolution nos hemos acreditado como periodistas, pero Huidobro ha insistido en pagar su entrada. “Soy el arquitecto que rediseñó esto”, le dice a la empleada del museo, que lo mira perpleja. Pide que la esperemos un momento y se va. Pienso que para el arquitecto más célebre de Chile, uno de los más reconocidos del mundo, con edificios en tres continentes, debe ser raro que los empleados del museo no sepan quién diseñó el espacio en el que trabajan. “Cuando eres joven crees que siendo arquitecto tu nombre va a quedar para siempre, que vas a ser como una estrella. Después te das cuenta de que no. Sí, están tus edificios allí, pero de tu nombre nadie se acuerda. Al final todos desaparecen. ¿Quién se acuerda ahora de Portzamparc y tantos otros Pritzker (el premio más importante de arquitectura)? Nadie”. Le recuerdo entonces el Premio Nacional de Arquitectura que obtuvo en 1991 o el más reciente ArpaFIL, que le concedieron en México. El contesta que en realidad, los premios no sirven para nada. “Pero eso es algo que sólo puedes saber después de que los ganas”.

Alcanzamos la cima de la evolución. Es el último nivel de la Grande Galerie. Pienso en el arquitecto noruego Christian Norberg Schulz y en su visión del espacio como “dimensión de la existencia humana”, así es que busco al hombre en esta exposición y no lo encuentro. Cuando le pregunto por esto a Huidobro, me lleva a una esquina donde hay un árbol rodeado de primates. “Párate acá -dice- y mira para abajo”. Y lo que veo es a mí mismo insertado en la pieza: una cámara y un monitor me han convertido en la parte culminante de este viaje. Mientras bajamos, hablamos de la imaginación como necesidad y de “la falta de imaginación”. Huidobro entonces recuerda la visita que hizo a este museo Patricio Aylwin, cuando acababa de ganar la presidencial. “El Pato Aylwin se pasó hora y media haciendo este mismo recorrido -dice- y antes de irse me dijo ‘¿Por qué el chileno siempre tiene más imaginación en el extranjero?’. Yo le contesté que no era más imaginación, era más plata nomás”.


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¿Por qué interesa tanto Huidobro? Tal vez por esa pátina de rebeldía que, casi de manera inconsciente, impone a todos su actos creativos y vitales. Proveniente de una de las familias más tradicionales de Chile, siguió el ejemplo de su célebre bisabuelo, el poeta Vicente Huidobro, y cambió su aristocrático nombre Francisco de Borja García-Huidobro Severín, por el más iconoclasta Borja Huidobro. Su actitud ante sus orígenes siempre ha sido ligeramente burlona. “Todos los Huidobro han sido idiotas, salvo el poeta. Ellos creían que vivían en una monarquía hasta 1920”, dice. También cuenta que con su padre casi no habló hasta que cumplió 10 años, cuando aprendió castellano, ya que él y sus hermanos fueron criados por una institutriz inglesa, en la hacienda familiar El Oliveto, en Talagante. También recuerda que cuando tenía 21 años y estudiaba Arquitectura en la Universidad Católica, ese mismo padre lo llevó a una reunión del Partido Conservador y sin consultárselo, lo propuso como candidato a diputado, pero que él se negó. Su alejamiento de las tradiciones heredadas se radicalizaría años más tarde: pasó de ser un joven católico (“perdí la fe en el Vaticano: tanta pomposidad, tanta fastuosidad”) y anticomunista, a ser simpatizante de Salvador Allende: “Fui a verlo un mes antes del golpe y me dijo ‘quédate en París’… El sabía lo que se venía”.

A Francia llegó casi por azar: “Yo quería irme, adónde fuera”. Dice que ya tenía una beca para estudiar en EE.UU. cuando con su mujer, Michèle Duhart -hija de uno de sus mentores en la UC-, decidieron dar un giro: aprovechando que ella era francesa, se establecieron en París. Era la década de los 60. Huidobro no hablaba una palabra del idioma, pero se puso a trabajar enseguida como dibujante en la oficina de André Gomis y se dio cuenta de que estaba mejor preparado que la mayoría de sus colegas locales. Empezó a asociarse con arquitectos latinoamericanos, participó en concursos, obtuvo encargos. A mediados de los 80, junto a Paul Chemetov, formaría uno de los tándems arquitectónicos más celebrados de Francia. Desde entonces, Borja Huidobro se iría haciendo cada vez más conocido, hasta convertirse en el principal arquitecto chileno de exportación.

Ahora, luego de terminar el recorrido por la Grande Galerie, propone ir a un restaurante cercano. Cuando llegamos está cerrado, así es que nos metemos en un pizzería. Pedimos risottos y agua San Pellegrino. Hablamos de los libros que le gusta leer -ciencia e historia, básicamente- y de la Guerra del Pacífico. Como el fotógrafo y yo somos peruanos, se divierte contándonos historias que desconocemos, como la del marino chileno apellidado Lynch que detuvo el asalto a una ciudad peruana porque el alcalde y jefe de la resistencia tenía el mismo apellido y era su primo. Recuerda que en el Oliveto había un cuadro enorme, con una mujer y una bandera peruana detrás. Nunca supo de dónde había salido.

Mientras habla, saca una pluma del bolsillo y traza líneas en el mantel de papel. Hace rectas, curvas, diagramas. Huidobro hace mapas de conversaciones. “Es un vicio de arquitecto”, dice restándole importancia al asunto. Y después: “¿Sabe lo único que debería decir en su artículo? ‘Huidobro dice que tiene nostalgia de Chile’. Diga eso y que estoy pensando en volver. Se pondrán felices”.

-¿Lo dice en serio?


-No, no podría, creo que aterrorizaría a todos los arquitectos chilenos -se ríe-. Todas las entrevistas lo único que quieren saber es si me siento más chileno que francés.


Me acuerdo de unos versos de Huidobro, el poeta: desplumar una bandera como un gallo. Borja lleva 50 años viviendo en Francia, lo que equivale a decir que ha vivido en París casi el doble de tiempo que en Santiago. Sin embargo, su impronta en la creación del paisaje urbano de la capital chilena -una ciudad para la que una vez dijo que la única solución era una bomba atómica- es notable. Con edificios emblemáticos, como el Plaza de los Angeles o el del Consorcio Nacional de Seguros, ambos en la zona oriente de Santiago. Mientras hablamos le llega un mensaje que lee haciendo muecas. Nos pregunta si conocemos a un periodista chileno que está haciendo una nota sobre Sanha-ttan. Quiere hacerle unas preguntas sobre su papel en el desarrollo de ese barrio. “¡Yo no he construido nunca en ningún sitio llamado Sanhattan! -dice-. Yo sólo he hecho edificios en El Golf”.

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Después de comer, nos vamos al que probablemente sea el edificio más emblemático de Huidobro y uno de los muchos que realizaría para el gobierno de François Mitterrand (luego terminarían “prohibiéndole” participar en nuevos concursos públicos, para no acaparar monumentos). La sede del Ministerio de Finanzas, emplazada sobre el Sena, le tomó seis años de trabajo y fue inaugurada en 1989. Con pases de visita al cuello, seguimos al arquitecto al interior de su obra. El edificio puede albergar seis mil trabajadores y tiene unos 225 mil m2 de superficie, pero Huidobro se conduce en él como si fuera de la cama al living. Conoce el destino de cada uno de los ascensores, sabe adónde lleva cada pasillo, recuerda las dimensiones de cada lugar. Para Huidobro, como para Mies Van de Rohe, Dios parece estar en los detalles. Al entrar en una de las incontables salas de reuniones, dice: “Acá han movido una mesa”. Luego pregunta: “¿Ves esto que hay en los techos de todos los pasillos?”, y nosotros miramos lo que parecen ser los maleteros que hay en los aviones sobre los asientos. “Sí, está inspirado en los aviones, sirve para llevar todo el cableado de modo que pueda ser cambiado o reparado con facilidad”. Pasamos debajo de un puente y nos dice que allí están todas las computadoras con la información financiera del país. “Están sobre el vacío para que nada se puede cablear por ningún lado, para mantenerlas aisladas”. Todo el edificio -desde el foso inspirado en los castillos medievales que lo separa de la calle, “para no tener que poner rejas”, hasta la última ventana de las oficinas- está construido en base a una única medida: un cubo perfecto de 90 por 90 centímetros. “Las oficinas, además, son móviles, están separadas por tabiques adaptables, de modo que pueden convertirse en despachos para uno, dos o más empleados”. Su punto más distintivo, sin embargo, es la “pata” que el edificio pone sobre el Sena y que en su momento fue criticada por sus colegas franceses. Para defenderse, Huidobro se valió de tecnicismos que se prestaban a ambigüedad. Siempre esgrimió el mismo argumento: “Yo soy arquitecto, no abogado. Mi lenguaje es la forma, no la palabra”. Ese alarde de osadía y desparpajo terminaría constituyendo el alma de un edificio hoy considerado Monumento Nacional.

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A la mañana siguiente lo buscamos en su casa del céntrico barrio de Le Marais -construido sobre marais o ciénagas, “por eso las casas se inclinan para un lado”- y nos vamos a comer tartine, el típico desayuno francés de baguette con mantequilla y mermelada, que él devora con gusto y buen humor. Muy cerca, en la calle Poitou, está su restaurante favorito, el Chez Nenesse, un bistrot francés de los de antes, con mesas de mantel de cuadraditos y buen vino de la casa donde se respira un ambiente familiar. “¿Restaurantes chilenos? No conozco ninguno y no sé si existen, pero debe haber…”, dice. Hace 20 años que vive en este barrio, famoso porque, entre otras cosas, acoge tanto a la efervescente movida gay como a la conservadora comunidad judía. Aunque “eso es más arriba”, como señala Huidobro.

Terminado el desayuno, caminamos a buscar su auto. “Siempre voy caminando al despacho -dice-, así me aseguro de caminar por lo menos cuatro kilómetro diarios: dos de ida, dos de vuelta”. Nos dirigimos hacia Sotteville-lès-Rouen, a una hora de la ciudad, donde dice que nos mostrará uno de sus últimos trabajos: la rehabilitación y ampliación del Lycee Marcel Sembat, un instituto en el que se imparte formación técnica.

Salimos de París bajo una incipiente lluvia, que hace lucir a la ciudad aún más espectacular. “Vivir en París para un arquitecto es como vivir en el mejor museo”, asegura. Dice que le gusta la arquitectura de cualquier época y que cada época tiene su lenguaje.


-¿Le impresiona algún edificio últimamente? ¿Qué sorprende a Borja Huidobro?


-Hay varios edificios que me han impresionado, pero nunca doy nombres. Eso evita rencores. En cuanto a lo que me puede sorprender, yo podría decir que ya nada me sorprende en ese campo, porque a la imaginación y a la inventiva se suman ahora los adelantos técnicos en la construcción y en los materiales que la componen.

Huidobro dice que las soluciones arquitectónicas son cada vez más audaces y que dan la impresión de burlarse de las leyes de la gravedad, pero “no así del viento ni de los terremotos”. A propósito de eso, nos cuenta que en el terremoto del 2010 en Chile no se cayó ninguno de sus edificios. Sólo se les rompieron unos cristales. “Siempre es mejor tener ‘los pies en el suelo y la cabeza en las nubes’”.

Al volante de su Volswagen Golf, Huidobro recuerda los viejos tiempos, en los que conducía el Porsche que se compró cuando ganó la licitación del Ministerio de Finanzas francés. Se explaya en anécdotas interminables de amigos del pasado y Porsches y accidentes. “Al final terminé usando el mío para ir a comprar el pan en el pueblo, así es que mejor lo vendí”.

A medio camino paramos para cargar gasolina, cosa que al arquitecto le gusta hacer a la antigua: con un señor llenando el tanque de combustible, porque dice que él no sabe cómo funcionan las tarjetas en los sistemas automáticos. Vuelve al coche con bocadillos y chocolates. Más adelante quedamos atrapados en un taco, debido a un accidente en la ruta. El arquitecto se muestra paciente y tolerante, más preocupado por nuestro tiempo -tenemos un vuelo en la noche- que por el suyo. Mientras avanzamos lentamente, dice: “He decidido dejar de hacer proyectos en Francia, este año es el último”. Queremos saber por qué, pero él hace una mueca que puede ser de aburrimiento o cansancio. Sólo adelanta que seguirá trabajando en Chile.

Cuando llegamos a destino, nos enseña un edificio ubicado debajo de lo que parecen ser unos techos ondulados. El instituto está cerrado, así que no podemos entrar. A simple vista, no parece que nos perdamos de mucho. Me pregunto por qué nos habrá traído a este pueblo. El, que tiene edificios en Dubai, en India, en España, en China... Entonces, damos la vuelta y notamos que los techos ondulados son también jardines que se extienden hasta un parque. “Mi idea era hacer que todos los techos del lycee se unieran con el parque -dice-, por eso son ondulados y en cada uno hay un jardín con un sistema de regadío. Los del municipio me dijeron que no era práctico, que los chicos acabarían saltándose de un lado a otro”. Se ríe. Cuenta que hizo pequeñas modificaciones, pero al final se salió con la suya y el edificio quedó permanentemente unido al parque. Se convirtió en paisaje.


Como no hay más tiempo, nos volvemos a la ciudad por la zona de La Défense, donde París se convierte en un parque temático de París. Pasamos por el Arc de Triomf, por Les Tuileries, por la Place de la Concorde y la Torre Eiffel. Allí nos despediremos de Huidobro. Entonces le pregunto qué sueño le queda por cumplir, qué le gustaría construir. “Mi sueño ahora es acceder a construir en el espacio y en el mar, porque son el futuro de nuestra especie. Son medios en los que la gravedad juega con el movimiento, y para nosotros es un reto mayor”. Pienso que la arquitectura de Borja Huidobro está llena de ese tipo de señales, de arrebatos emocionales, tan estéticos como funcionales. En el jardín vertical que conforma la fachada cambiante del edificio del Consorcio en Santiago; en la “pata” sobre el Sena del ministerio francés; en el puente tendido entre la naturaleza y los adolescentes de ese colegio en las afueras de París, la ciudad donde toda esta historia comenzó a dibujarse, con la fluidez de un croquis sobre un mantel, hace ya medio siglo.

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